La Castellana de Madrid se convirtió este martes en Pennsylvania Avenue, la calle en la que se levanta la Casa Blanca. Durante unas horas, la arteria que marca el eje Norte-Sur de Madrid fue el centro neurálgico del poder americano, con su presidente, Joe ... Biden, a la cabeza. El líder del mundo libre eligió el Hotel Intercontinental, un cinco estrellas de gran lujo, para alojarse junto a la delegación que lo acompaña en la cumbre de la OTAN de Madrid. Además, por la tarde, en sus salones también saludó a la colonia norteamericana que reside en España, aprovechando la hora que le quedó libre entre sus encuentros con Pedro Sánchez y Felipe VI.
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Las embajadas de Estados Unidos suelen ser la casa de los presidentes norteamericanos si viajan fuera de su país, y cuando se preparó este viaje, parecía que en Madrid también iba a serlo. Ubicada en la céntrica calle Serrano, el edificio reúne todas las condiciones de seguridad que necesitan los mandatarios. Pero en algún momento hubo un cambio de planes y Biden eligió finalmente para hospedarse, y para encontrarse con sus compatriotas el Intercontinental, situado a apenas 350 metros de la legación norteamericana.
Desde primera hora de la tarde, estadounidenses de todo tipo y condición se acercaron al Intercontinental. Con su pase en la mano (en muchos casos, un folio impreso), pudieron sortear el férreo control que la Policía Nacional estableció a unos 100 metros de la puerta del hotel. Había trabajadores de la Embajada, con su acreditación al cuello, soldados de las bases militares destinados en España que se pusieron sus uniformes de gala y familias enteras, con niños de cinco años vestidos con traje y corbata y niñas ataviadas con bonitos vestidos La ocasión lo merecía: no todos los días uno se encuentra en un país extranjero con su presidente.
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María Eugenia Alonso
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Procedente del Palacio Real, donde había compartido una audiencia con el rey Felipe VI, Biden llegó al Intercontinental a las 18.49 en La Bestia, su legendario vehículo. Igual de impresionante era su séquito: alrededor de cincuenta vehículos, entre coches de asesores, de seguridad, una ambulancia y algún otro de extrañas formas y picudas antenas. Si alguien dijera que estaban ahí para repeler ataques nucleares o misiles, sonaría creíble, dada la extraordinaria robustez de la que presumían.
Biden no se bajó de su coche en el borde de la acera, sino en el interior de una carpa negra levantada en una puerta secundaria del hotel, como estipula el protocolo. La misma función de seguridad tenían los francotiradores apostados en la terraza del edificio, visibles para los viandantes, y quizá otros que estuvieran escondidos.
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Tras los discursos y las fotos con los norteamericanos de la diáspora española, una hora y un minuto después de llegar, Biden abandonó el Intercontinental a las 19.50 rumbo, otra vez, al Palacio Real, esta vez para la cena de gala de los mandatarios de la OTAN. Lo hizo acompañado por su mujer, Jill, en los asientos traseros de La Bestia, y de nuevo con todo su cortejo. El centenar de curiosos que se congregó en la glorieta de Emilio Castelar se tuvo que conformar con ver durante un par de segundos al presidente norteamericano, que a pesar de los vítores, no saludó.
Fue un día extraño para la Castellana, un ir y venir continuo de coches en una jornada normal que este martes cambió su ritmo. Por momentos, volvieron los recuerdos del confinamiento de 2020, con las vías centrales del gran paseo libres de coches cuando los policías colocaban las vallas y paraban el tráfico. Pero como un corazón en reposo que de vez en cuando se somete a un esfuerzo, cada delegación que cruzaba el paseo aceleraba el pulso de esta gran calle, epicentro temporal del orden mundial.
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