A veces, los problemas se resuelven mejor retomándolos desde el principio y reconsiderando su solución como si los afrontáramos de nuevo. Quizá valiera la pena aplicar este método a la cuestión de la gobernabilidad, después del fracaso de la investidura de Rajoy, quien sin embargo ... ha llegado a esta prueba parlamentaria con más apoyos que los que han conseguido hasta ahora todos los presidentes democráticos que no han sido entronizados con mayoría absoluta.
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Veamos un precedente que podría servirnos de referencia: en las elecciones generales de 1996, ganó el PP de Aznar con 156 escaños y el 38,8% de los votos, seguido del PSOE de Felipe González, con 141 diputados y el 37,6%. IU obtuvo 21 escaños y CiU, 16. El PNV 5 y Coalición Canaria, 4. Pues bien: González, que había sido derrotado por apenas un punto y menos de 300.000 votos, ni siquiera hizo amago de buscar una coalición para evitar la llegada de Aznar al poder, pese a que a éste le faltaban 20 escaños para la mayoría absoluta.
Ciertamente, los Partidos Nuevos, los que compiten con PP y PSOE por la hegemonía y han desmantelado el viejo esquema bipartidista, no habían aparecido todavía (tardarían más de una década en hacerlo), pero el criterio es igualmente válido, al menos hasta cierto punto: González pensaba entonces que el gobierno de España había de ostentarlo el líder de la mayoría. Hoy, con más fuerzas presentes, podría traducirse aquella idea afirmando que semejante responsabilidad habría de recaer en la coalición mayoritaria.
Detrás de Rajoy hay 170 escaños, a pesar de que formalmente haya caducado el efímero acuerdo de investidura facilitado por Ciudadanos al PP. Se entiende que González secundado por Rodríguez Zapatero, por Rubalcaba, por Borrell- defienda la misma postura que él mismo adoptó en 1996. Aunque el planteamiento no puede ser tan lineal: la responsabilidad del bloqueo no corresponde sólo al PSOE sino que es también, y principalmente, del PP, que es el partido que generó insoportable corrupción y ha suscitado gran hostilidad a su alrededor, que sembró durante el último cuatrienio el germen de la confrontaci sin sensibilidad en demasiadas reformas que no buscó la menor coincidencia con las restantes fuerzas y desoyó cuantas propuestas se le hicieron en cuatro años de rodillo.
Hace falta un gobierno, pero no sólo por las razones que ya se han dicho hasta la saciedad: también para que las instituciones, que ahora son la sede de inquietantes improvisaciones, recuperen su fuero y su sentido; para que la cuestión catalana, que deriva hacia parajes en los que habita el señor Rufián, se encarrile con grandes dosis de tolerancia, respeto, sentido común e iniciativa política; para que la ciudadanía, una vez recuperado el pulso de lo público, no tenga que recurrir a histriones para hacerse oír.
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Quizá por ello haya que torcer el pulso a la inflexibilidad y poner pie a tierra, sobre el territorio de la realidad. Porque más demora agravará el desvío, elevará la cota de la gran catarata que derrama estridencia a raudales sobre todos nosotros.
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