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Avanzaba una tarde -buscando en mi memoria creo que era de otoño de 1989- relativamente apacible, fresca pero no fría. Acababa de tener una reunión en la Facultad de Medicina de Oviedo en relación a un proyecto de investigación que culminaría con un doctorado de ... una magnífica persona, tanto en lo personal como en lo profesional. Caminaba parándome en algunas casetas de la calle Uría, ojeando libros, seguramente algunos de ellos con fingido interés, a fin de hacer tiempo hasta la hora de la cena, a la que había sido invitado por una asociación de Oviedo en un hotel cercano al teatro Campoamor.
En aquellos años, y dadas las circunstancias, recuerdo perfectamente que me dirigía hacia el Hotel con una gabardina (¡Asturias!) y mi traje y corbata; incluso creo acordarme que tenía una cierta y razonable cantidad de pelo en mi cabeza, domados los rizos con brillantina.
Al llegar a la plaza en la que se abre el teatro me encontré con una sorprendente e inusual compañía. A mi derecha se encontraba un grupo de unos 30 hombres y algunas mujeres a los que yo veía de edad avanzada, y que seguramente tendrían pocos más años de los que ahora mi propio carnet de identidad me restriega con bastante antipatía. Se encontraban hablando entre ellos y llevaban algunos mástiles sobre los que se enrollaban algunos ilegibles carteles.
Duelo en Europa
El inevitable espíritu cotilla de todo español me hizo quedarme un rato mirándoles y preguntándome que podrían estar haciendo allí; y ya que todavía me quedaba un buen rato para la cena me quedé cerca de ellos para tratar de desvelar la razón de tal escena.
Al cabo de unos minutos apareció un coche, un Mercedes grande que entró en la plazoleta y se situó cerca de las puertas del teatro Campoamor. Del coche se bajó Santiago Carrillo, y en ese momento, para mi sorpresa, aquellos amables estacionarios de la plaza se enfurecieron de forma sorprendente y empezaron a gritarle una más que razonable variedad de insultos que le atañían tanto en lo personal como a su familia materna.
Carrillo giró su cabeza hacia ellos, es decir, hacia nosotros, y sin más se adentró rápidamente en el teatro. Esta sería la primera sorpresa de aquella tarde. La verdad es que no entendía absolutamente nada del porqué de aquella reacción ni de aquellos insultos, pero el secreto se desvelaría minutos después.
Al poco tiempo otro coche igual entró también en la plaza del teatro y de él se bajó Mijaíl Gorbachov. En ese momento volvió a ocurrir lo mismo que antes pero con una variación, las voces que proferían aquellos enfadados personajes abofeteaban el aire pero en ruso, y las pancartas ya desplegadas lucían consignas con caracteres cirílicos, seguramente con una redacción impecable, ya que mi ruso solo alcanza la palabra «spasiva», Спасибо, como posiblemente usted sabrá.
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A pesar de mi ignorancia, les puedo traducir y asegurar que los insultos fueron los mismos y del mismo grueso calibre que los dirigidos a Carrillo. Lo que cambió radicalmente, y ahí empieza lo bueno de la historia, es la reacción de Gorbachov.
Al bajar del coche y escuchar, supongo, esos insultos, no solo no entró en el teatro sino qué se dirigió hacia donde estaban, estábamos, aquellas personas enfadadas. Dos guardaespaldas le cogieron suavemente del brazo para indicarle lo inconveniente de ir hacia nuestra dirección y, como estaba a pocos metros, me di cuenta perfectamente de su inequívoca indicación de que iba a acercarse.
Y en estas se presentó Gorbachov, con su ruso idioma y su ruso abrigo, y una mujer morena y pálida, con un moño al más puro estilo de las espías rusas de la KGB de la primera época de Bond 007.
Por algún extraño motivo, o confluencia planetaria, aquellos hombres y yo constituimos un mismo grupo y el señor Gorbachov se dirigió justo hacia donde yo estaba. No pretendo pensar que al verme trajeado y con gabardina pensara que yo podría formar parte de algún tipo de agencia secreta, ya que mi cara seguro que delataba mi absoluto pasmo y asombro.
En ese momento comenzó a dirigirse a nosotros, a mí, en un ruso que seguramente sería impecable, pero que por algún extraño motivo aquella mujer del moño negro y bolso negro empezó a traducir (me) al español de forma impecable.
Gorbachov empezó a explicar que la Perestroika había supuesto un enorme esfuerzo y sacrificio en su país, y que todas las reformas económicas llevadas a cabo habían conducido a una situación traumática en la antigua URSS, lo que impedía seguir enviando el dinero de las pensiones de aquellos hombres que habían estado trabajando decenas de años en la antigua URSS, a la que habían llegado como «niños de la guerra«, y que habían dejado de cobrar su pensión, de ahí su enorme enfado. Gorbachov siguió explicando (me) que teníamos que entender que esa Perestroika, la caída del Muro de Berlín y de la URSS, el fin de la Guerra Fría y el desmoronamiento del telón de acero y de todos los países del pacto de Varsovia había supuesto un enorme coste para él y para todos, entre los que también se encontraban ellos.
Por eso, insistió en que, lamentablemente, debían de entender que él estaba muy apenado por esa situación pero que no podía hacer nada al respecto dada la situación económica en la que se encontraba su país. Pidiendo comprensión por los esfuerzos y disculpas por esa situación se despidió de nosotros, de mí, dándome un fuerte apretón de manos, y las gracias por haber prestado atención y haber comprendido el porqué de ciertas desgracias de la historia.
Cuando se marchó, comencé nuevamente a caminar despacio pensando en que había estado con un valiente en las grandes y en las pequeñas cosas. Un valiente que cambió la historia del mundo.
Le puedo asegurar querido lector que todavía hoy estoy atónito por aquella situación y por ese pequeño gesto de valentía, de coraje, de no huir de las situaciones complicadas; con lo que entendí cómo era posible que Gorbachov se hubiera enfrentado a todo/s hasta el desmantelamiento de la URSS y su -entonces- acercamiento al mundo occidental. Desde aquí mi humilde reconocimiento a un valiente.
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