Apenas tenía 23 años cuando a Cástor González, un joven de Avilés, le tocó ir al frente con el bando republicano. Corría el mes de noviembre del fatídico 1936. Él, músico y dibujante, llegó a Trubia, localidad donde se apostó el batallón al que pertenecía ... .
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Los días de contienda pasaban y, en el Casino, a Cástor se le ocurrió dar vida al solitario piano para disfrute de los compañeros uniformados. Un comandante, apodado 'El Caleyo', le animó a no dejar de hacerlo.
«Un día preguntaron que quién sabía hablar por teléfono. Mi padre respondió que él sabía y le llevaron al monte, a San Pedro de Nora, para que informase sobre los movimientos de tropas», explica décadas después su hijo Cástor G. Ovies, que guarda sus recuerdos como oro en paño.
Ascendido a teniente informador, el conflicto le llevó al País Vasco, donde su destreza en el dibujo técnico ayudaba a los mandos a entender los planos y a interpretarlos. Con la caída del Frente del Norte volvió a Asturias, donde su ir y venir entre Avilés y El Cuadro, a donde le dijeron que había ido su familia, acabó con la denuncia de Falange y la posterior detención de Cástor y su padre.
«Le llevaron al Pedregal en Avilés, un lugar que finamente se llamaba 'centro de interrogación' del que pocos salían con vida. Afortunadamente coincidió con un paisano suyo falangista, lo que le hizo librarse de acabar ahí su vida», confiesa su hijo.
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Después Cástor daría con sus huesos en La Vidriera, también en Avilés, para pasar a estar encarcelado en La Cadellada, ya en Oviedo. No sería ésta la última prisión.
Ya en febrero del 38, Cástor González fue enviado al campo de concentración de San Marcos, en León. «Tuvo un consejo de guerra del que fue absuelto de los posibles delitos de sangre, condenándole a tres años de cárcel», explica Cástor G. Ovies, que recuerda cómo fue aquel confinamiento obligado.
Sus dotes artísticas no pasaron desapercibidas para los encargados de dirigir el duro penal leonés. Allí le encargaron la decoración del suelo del claustro de San Marcos, el diseño de la hornacina para el Sagrado Corazón de Jesús y el de la medalla creada como regalo en conmemoración de la entronización de aquella imagen religiosa.
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Sus dibujos, que regalaba altruistamente a compañeros de presidio, fueron plasmando las vivencias terribles de los reos de San Marcos. Dibujos a mano alzada del edificio, de sus interiores y la que es quizás una de sus creaciones más geniales: Marquitos.
«Creó el personaje de Marquitos, un dibujo que utilizaba para mandar postales a familiares y que plasmaba realizando diferentes actividades», señala su hijo.
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Y es que Marquitos iba más allá de ser un simple niño rubio desnudo en diferentes actitudes. Como apunta Cástor G. Ovies, se le ve en ocasiones mostrando contraposiciones entre personajes libres (como una mariposa, muy recurrente en los dibujos) y un pez en su pecera estando en la misma playa. Todo un mensaje de aquel que goza de una mente libre mientras su cuerpo vive preso en un campo de concentración.
No todo eran dibujos y bocetos en el día a día de Cástor. Sus dotes musicales le llevaron a dirigir el coro del campo, donde también tocó el armonio en determinados actos religiosos y en algunos momentos de asueto.
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Sin duda el arte en las dos expresiones que el asturiano dominaba fueron una válvula de escape, en un paisaje donde la dignidad del ser humano no cruzaba la puerta de entrada. «Había palizas y pasaban muchísimo frio», señala Cástor G. Ovies, que apunta a que el preso republicano «nunca recordó ese capítulo de su vida con rencor o ganas de venganza, sino como un momento raro de su trayectoria».
Lejos estaba la personalidad del avilesino de ser un hombre exaltado. «Era una persona tranquila y comedida, nada que ver con lo que el bando nacional pintaba de ellos», lamenta su hijo.
Finalmente Cástor pudo volver a su avilés natal, aunque su paso por San Marcos dejó una marca imborrable en su currículum. En la localidad asturiana abriría la librería Cástor en la calle de La Ferrería, donde siguió cultivando su pasión.
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Habiendo vuelto a San Marcos ya en democracia para recorrer sus pasillos y estancias, Cástor falleció en 2001. Una espina sigue clavada en la conciencia de su hijo. «Se hizo una exposición con su obra en 2014 en el centenario, pero me hubiera gustado un reconocimiento público estando él vivo», lamenta.
Su recuerdo sigue vivo gracias a unos dibujos que no solo muestran a las claras sus dotes artísticas, sino que sirven para poner color a un capítulo de la historia española que no conviene esconder el cajón.
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