Empieza una semana que ya no es la primera. O sea, una semana con un pasado, lo que la convierte en una semana planificable. Nos pilla ya con una pequeña experiencia que cuenta más que el pequeño cansancio. Aunque menos que las ... preocupaciones que se presentan.

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Si el comienzo de Ana Karenina es cierto y «todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera», me atrevo a decir que todos estamos resolviendo el confinamiento de manera parecida, pero las preocupaciones de cada uno son distintas. No se me ocurriría hablar de ellas, porque muchas son muy graves y todas particulares.

Pero lo que es cierto es que, si las preocupaciones objetivas lo permiten, empezamos ya a poder planificar. A poder organizar el futuro, aunque sea a corto plazo.

Si hago planes dirijo el tiempo (otra cosa es que los lleve a cabo o no, pero eso pasaba igual en la «vida de antes») y si no los hago el tiempo me envuelve, me hipnotiza como Kaa y me desmorona. Cada plan es una microdecisión que estructura y apuntala la confianza necesaria para… para hacer planes, y dirigir el tiempo, y decidir, e insistir así en el círculo virtuoso que resuelve el confinamiento y nos permite contarlo.

En otras palabras, hacer planes combate la incertidumbre. Que es muy mala compañera de viaje.

Que para hacer planes necesitemos información fiable es a la vez una obviedad y otra historia, porque en este momento sabemos, como sociedad, el papel disciplinado y confinado que nos toca.

Hoy, por ejemplo, he vuelto a la compra. Ayer organicé con Niño (11) los horarios de esta mañana para que todo cuadrara y Adolescente (14) me escribió la lista. Han pasado diez confinados días desde la expedición de la lejía y los protocolos de higiene en la vuelta a casa están bastante rodados; me tocaba ya superar la preocupación y comprar por fin naranjas.

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Así que salí. Me puse los únicos zapatos que ven la luz en esta cuarentena, porque se calzan y descalzan en un santiamén sin necesidad de tocarlos con las manos; los guantes de goma que tengo contados, porque ya no se encuentran en ningún sitio; el bolso con las llaves, las gafas y la tarjeta, porque ya no hace falta nada más en el bolso – en el único bolso que uso ahora, porque va a la lavadora como si tal cosa, y salí.

Bajé al garaje protegiéndome con papel de los pomos de las tres puertas que hay que cruzar hasta llegar al coche, lo abrí, entré y metí el papel en una bolsita de basura, arranqué, y el coche no funcionaba. Dos intentos más, y un tercero, y nada.

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En ese momento toda la reflexión sobre planes y futuro se redujo a palabras frente a una única certeza: la preocupación. Particularísima, y para mí grave. Ni decisiones ni compras. Desvalimiento. Paso sola la cuarentena con Niño y Adolescente – Nala para esto no cuenta- y necesito el coche para todo: desde compras cada diez días a emergencias. Durante unos segundos me replanteé enteramente mi pequeña forma de vida. ¿Transporte público? No tengo mascarilla; ¿Compra online? Solo sirven a mayores o personas con dificultades de movilidad – no sé si no tener coche entraría en esa categoría; ¿Llamar a un taller? ¿Pero están abiertos?

Cogí aliento y volví a intentarlo en un ejercicio de negación de la realidad. Arrancó.

En este momento tenemos en casa las naranjas y el resto de la lista, y yo sé que me toca sacar el coche a la calle cada dos días, aunque sea para recorrer una circunvalación que presumo vacía.

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Mientras tanto nuestros sanitarios siguen ahí, perseverantes, tomando las decisiones más trascendentes, ajenos a más plan que el de salvar vidas, ajenos casi a sí mismos en su entrega y desde luego ajenos al tiempo. Nosotros, los confinados, solo tenemos organizar el nuestro y estar a la altura.

Desde el cambio de hora veo de dónde vienen los aplausos que escucho desde el primer día. Hoy repetimos.

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