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Al-Baghdadi, muere el califa, no la amenaza

Al-Baghdadi, muere el califa, no la amenaza

El califa es el creador de un grupo que nació para combatir la ocupación de EE UU de Irak y logró que yihadistas de todo el mundo le juraran lealtad

Mikel Ayestaran

Jerusalén

Domingo, 27 de octubre 2019, 07:54

La huida eterna en la que se había convertido la vida de Abu Baker al-Baghdadi (Samarra, Irak, 1971) desde el colapso del califato acabó en Barisha, una pequeña aldea rodeada de olivos al norte de Siria, situada a apenas cinco kilómetros de la frontera ... con Turquía. El líder del grupo yihadista Estado Islámico (EI) fue sorprendido junto a su familia y sus más cercanos lugartenientes, según la información aportada por Donald Trump, en esta provincia que está bajo el control del brazo sirio de Al-Qaida, toda una paradoja ya que Al-Baghdadi rompió con este grupo para consolidar al EI y alzarse con la etiqueta de «mayor amenaza global», que le asignaron dos presidentes de Estados Unidos: Barack Obama y Trump. En estos últimos años tanto Washington, como Moscú han anunciado varias veces su muerte, pero esta vez parece la definitiva aunque de momento el grupo, que normalmente reacciona con rapidez cada que sufre una baja importante, no ha confirmado la noticia.

Barisha fue el final del camino para esta mezcla de dirigente político y militar, quien tras casi una década de trabajo en la sombra en Irak, saltó al estrellato yihadista mundial y sorprendió a todos al proclamar desde la mezquita Al-Nuri de Mosul el establecimiento de un califato entre Siria e Irak en 2014. «Aunque el EI no puede reducirse a Al-Baghdadi, su emirato ha supuesto un antes y un después en el salafismo yihadista. Y como tal, pasará sin duda a formar parte de una suerte de salón de la fama yihadista con Bin Laden, Azzam y otros», considera Sergio Altuna, investigador del Real Instituto Elcano. Un final del camino inesperado ya que el desierto iraquí había sido siempre su guarida predilecta.

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El califa es ante todo el creador de un grupo que nació para combatir la ocupación de Estados Unidos de Irak, pero que pronto se convirtió en el estandarte suní en la guerra sectaria que asoló al país entre 2006 y 2008 y que luego fue capaz de materializar el sueño de establecer un califato al que atrajo decenas de miles de combatientes extranjeros y logró que grupos yihadistas de todo el mundo le juraran lealtad. «El imaginario colectivo popular del yihadismo se ha transformado. Su repertorio de elementos simbólicos y conceptuales se ha ampliado y aquello que parecía quimérico, el establecimiento de un califato yihadista, ya no lo es», apunta Altuna.

Su nombre completo era Ibrahim Awad Ibrahim Ali al-Badri y nació en el seno de una familia conservadora en la aldea de Al-Jallam, en el centro del país, desde donde se mudaron a Samarra, al norte de Bagdad. Completó su estudios islámicos en la capital y trabajó como imán en varias mezquitas hasta la caída de Sadam Husein. En 2004 fue arrestado por las fuerzas estadounidenses, que le enviaron a la prisión de Camp Bucca, al sur del país, periodo en el que, según distintos analistas, radicalizó su discurso para dar el salto a la insurgencia cuando fue liberado después de once meses.

Ascenso a la sombera

Ascendió rápido, pero siempre a la sombra, sin sobresalir demasiado, hasta llegar a tomar el relevo de Abu Musab al-Zarqawi, una de las bestias negras de los norteamericanos que murió en un bombardeo selectivo en 2006. El jeque Ibrahim o 'Abu Dua', su nombre de guerra entonces, tomó buena nota de lo que le ocurrió a Al-Zarqawi, primero, y a Osama Bin Laden después, en 2011, y por eso se convirtió una especie de «califa invisible», una figura escurridiza obsesionada por la seguridad. En la primera orden de búsqueda y captura del etiquetado como «terrorista más buscado del mundo», por el que Estados Unidos ofrecía 25 millones de dólares, se podía leer su nombre completo, su lugar de nacimiento y que tiene «ojos marrones, barba y pelo corto». Poco más se conocía de él hasta que proclamó el califato.

A diferencia de la estrategia de Al-Qaida, Al-Baghdadi persiguió desde el primer día un fin tangible, un Estado en el que imponer la sharia (ley islámica). Este cambio de registro le hizo ganar muchos adeptos entre los seguidores de la yihad y sus financiadores y para lograr su objetivo no le importó desafiar la autoridad del líder de A-Q.

En 2013, Ayman al-Zawahiri, sucesor de Bin Laden, le pidió que saliera de Siria y dejara combatir allí al Frente Al-Nusra, el brazo armado reconocido de la organización, pero Al-Baghdadi no solo no le hizo casi sino que además de pelear contra las fuerzas leales a Bashar al-Assad inició su lucha con el resto de grupos opositores para consolidar su hegemonía en las zonas liberadas donde impuso el Islam con mano de hierro, recordando al emirato establecido por los talibanes en Afganistán antes de la invasión de Estados Unidos en 2001. Una visión rigorista del Islam que apelaba a la limpieza sectaria y cultural de los lugares que ocupaba, donde se extendían los castigos públicos y ejecuciones que el grupo grababa y difundía a través de las redes sociales para exhibir su terror sin fronteras.

«Si bien el califa tenía un cierto carisma, no se trata de un ideólogo, un teórico, ni un reputado ulema. Sin embargo, su obra encuentra difícil parangón; el califato se ensalzará y solemnizará con el paso del tiempo sin importar lo que ocurra con el EI», opina Altuna, que ha seguido muy de cerca la evolución de un grupo en el que ahora se abre el proceso de sucesión de su cúpula de mando. Un proceso delicado ya que en los últimos años de guerra el EI ha perdido a sus principales dirigentes.

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