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M. Gutiérrez-Garitano
Odesa
Domingo, 13 de marzo 2022, 00:13
Son las doce de la noche en Odesa. La quietud es la norma, que solo se salta algún perro callejero con esporádicos ladridos. Hasta que empiezan a hablar las armas: Pa. Tatatatatá. Pa. Tatá...
Suenan a kalahsnikov. En pleno centro de la ciudad. Después, la noche se vuelve azul neón. El color de las luces rotativas de los coches de Policía, que dan vueltas y más vueltas, como buscando a los autores de los disparos. Al amanecer, ninguna fuente oficial sabe explicar qué ha pasado. Pero hay ciudadanos que susurran: «Saboteadores; Putin tiene infiltrada una quinta columna preparando la invasión».
La guerra ha vuelto paranoicas a las autoridades ucranianas. Los periodistas internacionales son abordados una y otra vez y sus cámaras, revisadas al milímetro. «Está prohibido -les advierten- tomar fotos de soldados o de estructuras públicas o militares». Cada extranjero, piensan, puede esconder a un espía ruso. «Están por todas partes», se excusa un teniente para justificar el inevitable cacheo. Vladímir, un industrial de Kiev implicado con la defensa de la ciudad, confía a este reportero: «Tenemos nuestra propia contrainteligencia. Si os pillamos tomando imágenes que puedan poner en riesgo nuestra seguridad, podéis acabar en la cárcel por colaboracionismo».
Tiene sentido. Hasta se comprende cuando se constata que los militares caen a cientos por los misiles que les llueven desde el aire, descargados por drones y aviones. Es la muerte silenciosa.
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Este ambiente desquiciado afecta gravemente la coexistencia entre comunidades. Con ucranianos étnicos, ya sean de habla local o rusa, conviven albaneses, tártaros, polacos, judíos, armenios, azeríes… Y rusos. «Es de locos. Como dijo el presidente Zelenski, los rusos vienen aquí de vacaciones. Incluso viven entre nosotros. Muchos tienen familia... Se les ha recibido siempre maravillosamente, y ahora una mayoría apoya la invasión. Quieren que nos maten», comenta Olya, una madre de familia de Leópolis. Igor, su marido, apunta una explicación: «Muchos ciudadanos de Rusia ni saben que hay guerra. Se tragan la propaganda de sus gobernantes. El conflicto no sale en los medios o lo hace de manera muy tendenciosa». El matrimonio está muy preocupado por sus dos hijas. El colegio está vedado, salvo para los exámenes, y estudian en casa. «No pueden ni disfrutar de la televisión, porque en todos los canales hay discursos patrióticos. El estrés es terrible para los niños», aseguran.
Sergi, ciudadano de Vinnitsya de 41 años, fue profesor de kick boxing en Portugal. Después, se empleó como guardaespaldas de autoridades en Madrid. «No hay nada que hacer con los rusos -mantiene-. Mi tío emigró a Siberia y ahora es uno más de ellos. Hace poco, mi padre le llamó y comentaron los acontecimientos. Mi tío le dijo que la guerra nos la teníamos merecida. Que era culpa nuestra». Ahora, los hermanos no se hablan.
Las balas y las bombas siempre azuzan las fobias entre nacionalidades e ideologías. Y en Odesa se aprecia singularmente bien. La 'perla del mar Negro', que en estas horas de asedio bélico contiene la respiración ante la posibilidad de un inminente desembarco enemigo, es conocida por su arte, sus edificios barrocos y sus playas. Pero también por las grandes tragedias que han regado de sangre su historia. Un pasado de matanzas largo de enumerar: durante la Revolución rusa, con la rebelión del acorazado 'Potemkim' y la posterior represión zarista; bajo el régimen de Stalin, con sus terribles purgas de los años treinta; a manos de los nazis, que exterminaron a decenas de miles de judíos tras asaltar a fuego la ciudad... Luego llegaron las revueltas del Maidán, en mayo de 2014. Grupos prorrusos se echaron a la calle y tomaron algunos edificios gubernamentales, protagonizando escaramuzas que acabaron con la muerte de un miliciano proucraniano. La reacción no se hizo esperar: 46 simpatizantes de Vladímir Putin fueron arrinconados por una muchedumbre liderada por ultraderechistas en la llamada 'Casa de los Sindicatos de Odesa' y quemados vivos. Las heridas jamás cicatrizaron, y la guerra las ha reabierto en canal.
«Hay ciudadanos de Odesa esperando que lleguen los soldados rusos; espiando para ellos. No cabe duda. Aunque son pocos en número; la mayoría, gente mayor, nostálgicos de la época soviética -describe Katya-. Pero también hay autoridades locales; tipos vinculados con la mafia y con el propio Putin. Esos son los verdaderamente peligrosos». Como el 25% de los habitantes de la ciudad, Katya es rusa, de San Petersburgo, si bien ahora ejerce de voluntaria en el movimiento de defensa popular ucraniano. Ella y su marido se sienten de aquí más que de cualquier otro sitio. Lo mismo que su amiga Natasha, que regenta el restaurante más popular de la urbe portuaria: «Ayudamos desde 2014 al movimiento proeuropeísta, alimentando a los civiles que colocan sacos terreros y cosen redes de camuflaje. Solo por eso nos pusieron una bomba. Y una vez que estaba de visita en San Petersburgo, de repente empezaron a golpearme la puerta del apartamento gritando: 'Te vamos a matar, traidora'. Fue terrorífico. Desde entonces, tengo miedo de lo que pueda pasar. Ya no he vuelto a Rusia».
También es rusa Anna, de 27 años, oriunda de los Urales y hoy voluntaria en el puesto montado por la comunidad judía en el mercado del Dragón Rojo. «Me encargo de clasificar las mercancías que llegan de donantes. Aquí hay -señala varios artículos- material de higiene; allá, medicinas; y allí, ropa».
- ¿Qué hace una joven rusa en un puesto de voluntarios de apoyo al Ejército ucraniano?
- Sí, soy rusa, pero no estoy de acuerdo con esta guerra. Llevo en Odesa cuatro años con mi novio, que también es ruso. Aquí se nos acogió muy bien. Nos sentimos miembros de esta comunidad. Así que ponemos nuestro granito de arena para parar este horror.
Kiril, otro activista que procede de Leópolis, asegura que en Ucrania no se margina a la gente por su procedencia. «Yo no hablo ucraniano, solo ruso. Pero nadie me ha hecho de menos por ello nunca -reconoce-. Putin dice que somos nazis, pero son puras difamaciones. El pueblo ucraniano es tolerante. Además, tras la invasión, no va a quedar un solo prorruso en el país. A nadie le gusta esta barbaridad».
Mitri, de 41 años, coordinador de voluntarios en el mercado, no se declara tan diplomático: «Pues sí, hay entre nosotros gente que desea el triunfo de Putin y vernos aplastados. Te contaré algo. Ayer, una amiga mía escapaba de Kiev cuando los rusos dispararon a su coche. Su hija de 9 años recibió un balazo y su brazo quedó amputado. Hay gente que nos saluda y vive entre nosotros pero se alegra de este tipo de salvajadas».
La guerra mata al civismo. Los odios interétnicos son debidamente cebados, mientras aumentan otros delitos. El 8 de marzo, un periodista suizo fue asaltado en Mykolaiv. Tirotearon su vehículo y le robaron hasta el pasaporte. Salió indemne, pero otros no son tan afortunados. Mujeres y niños en fuga han empezado a caer en manos de traficantes de personas. Es el negro légamo de la batalla, que todo lo pervierte. La paz y la convivencia caen presas del odio y la violencia. La invasión militar acaba con seres humanos y genera grupos irreconciliables a muerte. La guerra no da otra salida que la supremacía de los victoriosos sobre los vencidos.
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María Díaz y Álex Sánchez
Almudena Santos y Leticia Aróstegui
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