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En los primeros nueve meses de este año, más de 215.000 migrantes han entrado de forma ilegal en la Unión Europea. Según los datos de Frontex, es la cifra más abultada desde la crisis de los años 2015 y 2016, cuando más de 1, ... 5 millones de personas cruzaron las fronteras de la UE sin permiso. La diferencia ahora está en la estructura poblacional de un continente en el que el porcentaje de inmigrantes ha crecido sustancialmente.
En España, por ejemplo, el número de residentes ha aumentado en 525.000 en solo un año. Y no es porque haya crecido la natalidad: la población nacida en el extranjero ya supone el 17,69% del total. Hace una década era el 13,5%. En números absolutos la diferencia es más que evidente: en el año 2000, 1,4 millones de residentes en España había nacido fuera de sus fronteras, mientras que el año pasado sumaban 7,5 millones.
¿Cuántos inmigrantes puede acoger un país sin que ello provoque problemas? Es la pregunta que muchos se hacen en Europa. Y buscan la respuesta en los países con mayor tradición: desde Francia, hasta Suecia. Ese último es un caso paradigmático, porque decidió abrirse a todo tipo de inmigración, sobre todo a los refugiados. Así ha pasado de contar con un 13,8% en 2010 al 20% actual. Desafortunadamente, ya no es un ejemplo de integración. Los choques crecen y, con el auge de la ultraderecha, las políticas migratorias están dando un vuelco. El Gobierno ya ha anunciado que las endurecerá y que ofrecerá menos ayudas a los inmigrantes no europeos. La mayoría son sirios.
Pero no es el único país que está revisando sus políticas de acogida: Italia los enviará a Albania, Reino Unido planeaba dejarlos en Ruanda hasta que el Tribunal Supremo lo decretó ilegal, y Alemania planea deportaciones masivas. Al otro lado del Atlántico, Texas planea incluso criminalizarlos.
Por eso, hoy nos centramos en los retos que la migración supone para la UE.
Europa endurece su postura sobre la inmigración.
Los rebeldes unidos de Myanmar avanzan.
Argentina elige lo malo por conocer.
«La integración de los inmigrantes ha fracasado». Así de rotunda se mostró la primera ministra de Suecia, Magdalena Andersson, a finales del pasado mes de abril. Sus palabras resonaron con especial fuerza en el país escandinavo porque las pronunció tras los disturbios protagonizados por población musulmana que dejaron más de un centenar de policías heridos en diferentes ciudades. Fue la respuesta que dieron a la quema del corán por parte de un político que demanda más control sobre barrios que amenazan con convertirse en guetos. «La segregación ha llegado tan lejos que tenemos sociedades paralelas en Suecia», sentenció Andersson, a quien ha sucedido Ulf Kristersson.
Este último no ha tenido problema en rebasar una línea roja de lo políticamente correcto y trazar una clara relación entre migración y delincuencia organizada, señalando que las curvas guardan una clara semejanza, y ha acusado a grupos musulmanes del aumento de la criminalidad. En una década, Suecia ha recibido 770.000 inmigrantes, en torno al 8% de toda la población. El pasado mes de septiembre, el país vivió el mes de mayor violencia armada con 19 fallecidos, y en 2022 el país sufrió 391 tiroteos en los que murieron 65 personas, 17 más que el año anterior. «Si son ciudadanos suecos, serán encarcelados durante largo tiempo, si son extranjeros serán deportados», ha prometido Kristersson.
«La idea de que Suecia pueda ser un lugar peligroso es absurda. Sin embargo, los tiroteos se han convertido en parte de nuestro día a día», escribía el mes pasado Alba Johansson en The New European, expresando una creciente sorpresa que se está convirtiendo en indignación. Así que el Gobierno ha decidido revertir su política de brazos abiertos y convertirla en una de puño cerrado: exigirá que los migrantes aprendan sueco, restringirá su acceso a la nacionalidad, reforzará el mecanismo de deportaciones, y dificultará la reagrupación familiar.
Su caso, que se suma también a las crecientes tensiones raciales y religiosas en Francia, ha hecho saltar las alarmas en Europa, donde se ve como el canario en la mina. Varios países están buscando la fórmula para reducir la inmigración ilegal. Una de las soluciones que consideran Italia y Reino Unido es su reubicación temporal en otros países: los italianos han firmado este mes un acuerdo para enviar hasta 36.000 personas al año a Albania y los británicos habían hecho lo propio con Ruanda, una decisión muy polémica que ha acabado tumbando el Tribunal Supremo. No obstante, esa resolución judicial no pone en solfa que se puedan enviar a otro país mientras se resuelven sus casos, solo que se haga a Ruanda, lo cual abre la puerta a que se elija otro destino.
Que Europa es cada vez más vieja y menos fértil y necesita mano de obra es innegable. También hay consenso en torno a que la inmigración puede ser una de las pocas soluciones al alcance. Pero es evidente que los países deben mantener el control sobre las personas a las que dejan residir en su territorio -algo recogido en la legislación de todo el mundo-, lo mismo que hacer todo lo posible para que se respeten sus derechos, lograr que se integren y que se rijan por las normas sociales, culturales y legales del país.
Siempre, claro, preservando los avances que se han logrado en materias tan variadas como la secularización de la sociedad, la emancipación de la mujer o la lucha contra la violencia machista, así como los valores que representan las democracias liberales. No apoyar eso último es solo una muestra del impacto negativo que puede tener el buenismo más irracional. En cualquier caso, las estadísticas demuestran que las deportaciones no se llevan a cabo: en 2022, se decretó la expulsión de 420.100 personas -sobre todo magrebíes (un 15,3% del total)-, pero solo se ejecutó un 18,5%.
En 2013 fui yo quien tuvo que cruzar de forma irregular la frontera que separa China de Myanmar, la antigua Birmania, para acceder al territorio controlado por una guerrilla, el Ejército de Liberación Nacional Karen, en el que se iba a celebrar un congreso cuando menos sorprendente: una veintena de grupos armados, representantes de minorías étnicas birmanas, se iban a reunir para tratar de encontrar puntos en común y hacer así un frente bélico común contra el Ejército. No lo lograron, algo que no sorprendió a nadie, en parte porque el país estaba inmerso en un esperanzador proceso de democratización y el Gobierno utilizaba la técnica del 'divide y vencerás'.
Pero todo descarriló en 2021 con un nuevo golpe de Estado, y los grupos armados volvieron a buscar esa unión largamente añorada. Y ahora parece que sí se está produciendo, al menos entre algunos de esos grupos guerrilleros. Por ejemplo, entre los que conforman la Alianza de los Tres Hermanos en el norte del país. Y los resultados están resultando sorprendentes: han protagonizado ataques contra tropas que han tenido que batirse en retirada. No obstante, esta afrenta está provocando una preocupante escalada de la violencia. Human Rights Watch ha denunciado que los militares utilizaron munición termobárica en un ataque que dejó 160 muertos en abril, y que cada vez se apoya en armamento más sofisticado, incluyendo la fuerza aérea. En los dos últimos meses se ha producido un constante goteo de víctimas civiles que pasan desapercibidas en un escenario informativo copado por Gaza y Ucrania.
Diferentes ONG pro derechos humanos exigen que la ONU decrete un embargo de armas contra Myanmar, pero la inoperancia del Consejo de Seguridad, donde los golpistas cuentan con el apoyo de dos miembros con derecho a veto -China y de Rusia- impedirá que la petición salga adelante. Los déspotas se apoyan entre sí, independientemente de su ideología. De esta manera, el espejismo de una Birmania pacífica y democrática continúa evaporándose, y el clima de violencia es la excusa perfecta para que los militares continúen retrasando 'sine die' unas elecciones que, cuando se celebren, serán todo menos justas y fiables.
Como dice el refrán, Argentina va de Guatemala a Guatepeor. Pero tampoco es que tuviera muchas opciones. Los electores se enfrentaron el domingo a un dilema que nadie querría para sí: votar al ministro de Economía que ha llevado la inflación a casi el 150% y que representa un liderazgo incapaz de sacar a Argentina de la pobreza, o elegir a un psicópata en el que lo peor es que pueda hacer realidad sus promesas, que van desde acabar con el banco central para instaurar el dólar como divisa hasta prohibir el aborto. Al final, Argentina ha elegido lo malo por conocer.
Y es difícil culpar a nadie por ello. La esperanza está en que la realidad imponga algo de cordura a Javier Milei, un histrión que se define como anarcocapitalista -una etiqueta para esconder que es ultraderechista- y que ha demostrado en varias ocasiones indicios de problemas mentales que Argentina podría acabar pagando caros. No sería la primera vez que la realidad imposibilita la consecución de sus planes para desmontar el Estado -quizá adelgazarlo no sea mala idea- y privatizar hasta la limpieza de las calles.
Pero así es la democracia. Y hay que reconocer que todo lo que se dice sobre Milei son vaticinios apocalípticos que no tienen por qué cumplirse. ¿Y si sus propuestas estrafalarias acaban funcionando? ¿Y si lo que necesitaba el país es arrancar el sistema de cuajo y empezar de cero? Pues, en ese caso, ya puedo comerme con patatas dos newsletters. Ojalá tenga que hacerlo, porque supondrá que Argentina sale adelante contra todo pronóstico.
Es todo por hoy. Espero haberte explicado bien algo de lo que está ocurriendo ahí fuera. Si estás apuntado, recibirás esta newsletter todos los miércoles en tu correo electrónico. Y, si te gusta, será de mucha ayuda que la compartas y la recomiendes a tus amigos.
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