Música. Una banda militar toca un concierto para los vecinos de Odesa junto a las fortificaciones aledañas al Palacio de la Ópera. Reuters

La impotencia de ver llegar la guerra sin poder salir de la cama

Espera angustiosa. Miles de ancianos incapacitados para huir o bajar a los refugios aguardan resignados en sus casas la entrada de los rusos en Kiev

mikel ayestaran

Enviado especial. Kiev

Jueves, 10 de marzo 2022, 00:10

Cinco pisos. Es la distancia que separa el búnker del piso donde Yana y Tatiana se preparan para recibir a la guerra. Es una casa cercana a la avenida Shulovka, una 'stalinska', esos edificios levantados en la época de Stalin que se encuentran en todo ... el espacio de la antigua URSS y que en esta parte de Kiev se conservan especialmente bien. Son vecinas y desde hace ocho meses Tatiana se encarga del cuidado de Yana, que a sus 80 años sufre problemas de movilidad. «Lleva dos semanas postrada en la cama, apenas se levanta, no tiene ganas de hacer nada y me da mucha pena porque había conseguido que caminara un poco ayudada por su andador. Es una mujer que antes sonreía mucho», lamenta Tatiana con el rostro ahogado por la emoción.

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Mientras que más de dos millones de ucranianos han buscado refugio fuera del país, una gran parte de la población anciana no tiene manera ni siquiera de abandonar sus casas por problemas de movilidad. Depende de la ayuda de vecinos y voluntarios que les llevan comida y medicamentos. Hasta ahora es posible, pero nadie sabe qué ocurrirá cuando las tropas rusas entren en la ciudad. Organizaciones como Age Concern Ukraina tratan de localizar a aquellas personas que se han quedado solas y aisladas, pero es una tarea complicada en una urbe en la que vivían cuatro millones de ciudadanos.

Esta situación de abandono y aislamiento se extiende a toda la parte central y este del país, la más afectada por el conflicto, de donde han escapado muchas madres con sus hijos. Pero los más ancianos se han quedado. Atrapados en sus casas, a la espera de un futuro incierto bajo el sonido de las bombas. Es fácil imaginar el drama de las separaciones familiares y el miedo que crece a medida que aparecen nuevas informaciones sobre el avance ruso. Las columnas de blindados están ya prácticamente a las puertas de Kiev y en los alrededores se han producido escaramuzas.

Ahora Yana apenas habla. Le brillan los ojos, bien azules, cuando se le habla en inglés y, de pronto, responde con un hilo de voz muy fina en esta lengua que tanto ama. Trabajó como intérprete en Naciones Unidas, después estuvo en la Universidad de Kiev y ahora «solo quiero que esto acabe de una vez, que acabe de una vez». Se refiere a la guerra.

Desde hace dos semanas, los civiles que quedan en Kiev viven en el subsuelo. Todos temen un bombardeo de Rusia y se protegen en búnkeres, garajes o paradas de metro. Yana no tiene fuerza para levantarse de la cama, ¿cómo va plantearse bajar a un refugio cada vez que suena la sirena? No lo hace. Su habitación es su búnker y allí un grupo de voluntarios del barrio ha alejado lo máximo posible la cama de la ventana y en los cristales ha colocado cinta aislante en forma de equis para que, en caso de reventar por una explosión, los fragmentos no salgan despedidos convertidos en peligrosas astillas. Esa es su protección, junto a una Biblia y un cuadro de la virgen.

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«Me puede el miedo»

Como Yana, miles de personas están condenadas a afrontar las guerras desde sus domicilios. Allí esperan ese ataque ruso del que Tatiana no quiere oír hablar. «Yo me paso el día entero con ella, pero por la noche me puede el miedo y bajo al búnker. Luego regreso a primera hora de la mañana. Sin embargo, no puedo quitarme la angustia de saber que se queda sola, impotente ante cualquier peligro», confiesa la cuidadora. «Que esto acabe de una vez, que acabe de una vez», insiste Yana desde su cama. Inmóvil y pálida.

Los discursos diarios de Vladimir Zelensky están lejos del día a día de estas dos mujeres. Tatiana prefiere no ver las noticias, las imágenes que llegan de Mariúpol, duramente castigada por los bombardeos. Se lamenta de la destrucción tan despiadada y ve lo que puede ser Kiev en cuestión de días si los invasores lanzan una ofensiva total. También se asusta cada vez que escucha a los medios ucranianos informar de que cientos de personas podrían haber muerto en sus casas de inanición, sed y frío por culpa del cerco. «Rezo cada día por no perder la calefacción para que Yana no se muera de frío, rezo y rezo», comenta Tatiana mientras toca el calefactor del cuarto y se cerciora de que sigue funcionando. Lo que se le empiezan a agotar son los antibióticos y los pañales que necesita para su vecina.

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Todos piensan en las horas que quedan para la llegada de los rusos. La cuenta atrás está en marcha y la guerra se cuela por las ventanas cerradas del piso de Yana en forma de sirena antiaérea y de explosiones que, de momento suenan lejanas. Aunque el tono de su voz es débil, la firmeza de esta mujer es todo un grito que pide el final de una guerra que ya supera las dos semanas. Un grito sordo desde un quinto piso de un barrio de Kiev, arrojado directamente a los despachos más importantes de Moscú, donde a nadie parece importarle el futuro de todas las Yana, condenadas a sufrir la guerra sin poder moverse de casa.

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