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F. J. CALERO
Lunes, 16 de agosto 2021
En Alta Silesia, una región entre las actuales Polonia y República Checa, la mina es el coche nuevo, es el viaje de verano, es la parroquia. La mina son los amigos, son los estudios de ingeniería. La mina es papá con el mono de trabajo ... y la cara tiznada; es el hogar, es la vida desde hace siglo y medio. Esta minería, bastión a conquistar en las guerras napoleónicas y las ocupaciones nazi y comunista, tiene los días contados por su poca rentabilidad, la lucha contra el cambio climático y el agotamiento de los recursos.
La batalla por diseñar la transición del corazón minero europeo se está jugando en Bruselas, donde Varsovia negocia sobre si alargar o no la vida útil de la minería, para cumplir con los objetivos europeos de neutralidad climática para 2050 y reducir en un 55% las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030. La concesión de nuevas licencias de minas supondría, según fuentes europeas, que la partida reservada para la región del Fondo de Transición Justa no llegue a Alta Silesia, un presupuesto global de 17.500 millones de euros. Entre las estrictas condiciones para recibir los pagos está que Polonia no desarrolle nuevos proyectos de combustible fósil.
«Para mí, la minería significa tradición familiar», dice Henryk, minero retirado de 62 años, que vivió en los noventa el despido de miles de trabajadores como él durante la primera fase de reconversión de la economía. Sobre el césped de un bar de Orzesze, una pequeña ciudad rodeada del verde intenso de los bosques, están su hija, su nieto -un bebé de tan solo unos meses-, su yerno y dos amigos más. La pureza del paisaje contrasta con las humeantes chimeneas de las centrales eléctricas de carbón en las afueras. En los mapas de contaminación del aire en Europa, esta zona es la que suele estar más en rojo. «Impacta nuestro cerebro, nuestros pulmones y nuestro corazón. Sufrimos infecciones pulmonares y sobre todo patologías relacionadas con el riego sanguíneo y enfermedades cerebrales tempranas», denuncia el activista ecologista Patryk Bialas.
En invierno, las ajadas calderas de los hogares más desfavorecidos generan una bruma casi insoportable por la quema de carbón, plásticos y hasta basuras en una localidad que registró el pasado año el aire más contaminado de Europa, según IQAir, empresa de tecnología para la calidad del aire. «No, no temo criar a mi niño aquí. Se adaptará. Mi abuela llegó a vivir 97 años y mi otra abuela pasa los 90», asegura Zuzanna, hija de Henryk y madre del bebé mientras el abuelo juega orgulloso con el pequeño. Según la Universidad belga de Hasselt, los niños de Rybnik, vecina de Orzesze, están entre tres y nueve veces más expuestos a la contaminación del aire que en Estrasburgo.
«Teníamos una muy buena propuesta del Parlamento Europeo, dispuesto a dar 44.000 millones de euros del Fondo de Transición Justa, de los que 8.000 millones eran para Silesia. Pero en el Consejo Europeo de hace un año, el primer ministro Morawiecki, del partido conservador Ley y Justicia (PiS), estaba más centrado en defenderse contra la cláusula sobre el estado de derecho», lamenta el eurodiputado Lukasz Kohut, del partido S&D y miembro de la comisión de Industria, Investigación y Energía (ITRE) del Parlamento Europeo. «Lo dije en 2019 cuando nadie hablaba de ello y el Gobierno defendía que no había fecha de caducidad para el carbón», agrega.
Desde Dąbrowa Górnicza, otra ciudad industrial de la zona, los más veteranos de la fábrica de coque -principal derivado del carbón para la fabricación de acero- del grupo estatal JSW relatan los traumáticos años noventa: «Pasamos de una economía planificada donde teníamos garantizado un comprador sin importar lo que necesitaran a una situación de incertidumbre por la economía de libre mercado».
Al contrario que la principal empresa minera estatal PGG, cuyo negocio depende principalmente del contaminante y poco ecológico carbón térmico, el futuro de JSW -el mayor productor europeo de coque- parece más halagüeño. «El carbón coquizable es una de las materias primas críticas para la UE», aseguran desde la empresa. Bruselas lo considera un mineral estratégico para reducir la dependencia europea de Australia y China en la producción de acero.
De visita en la fábrica, convertida en sauna por el efecto de la lluvia y el paso de un vagón de carbón en llamas, uno de los trabajadores señala uno de los contenedores: «Miren, aquí podemos ver un cargamento de coque con dirección a España (en concreto Asturias, aunque no han querido detallar el nombre de la empresa destinataria)».
La extrema dependencia energética polaca de la industria del carbón entorpece precisamente la transformación 'verde' del país. Tres cuartas partes de su electricidad procede del oro negro polaco. El rápido aumento de la tasa de las emisiones de CO2 y el alto coste del carbón doméstico, entre otras razones, han hecho que la producción de energía sea cada vez menos competitiva, según un informe del 'think tank' local Forum Energii.
A diferencia de España, «el Gobierno polaco mantiene bajos los precios artificialmente. En los últimos diez años, para los hogares apenas creció. Aumentará debido a los costos de CO2, tarifas y capacidad del mercado de combustible», advierte la presidenta de Forum Energii, Joanna Maćkowiak-Pandera. En los últimos años, el sector ha estado importando a niveles récord de carbón ruso (pese a su enemistad histórica con Polonia), australiano y colombiano, más rentables que el nacional.
Jugarse la vida en la mina está a la orden del día. Puede ser un incendio, fruto de una explosión en un entorno con alto contenido en metano, o un terremoto, el peligro más impredecible. «Nos alegra cuando la tierra tiembla un poco, puesto que así se libera la tensión de las rocas. Porque si se acumula, algún día podrían liberar la energía y matarnos a los que estamos ahí. Eso sí, no nos enteraríamos de que ya estamos muertos», bromea Damian. Para Michał, en cambio, la minería también significa estrés por si un día una capa de las reservas de carbón aplasta a los trabajadores que supervisa.
Michał y Damian, de 34 y 35 años respectivamente, forman parte de la última generación de mineros. Son ingenieros de una mina de carbón de coque. Mientras que para las generaciones anteriores la minería es parte de su identidad, para ellos es un trabajo más, que les garantiza un buen sueldo y estabilidad para al menos 25 años. «En mis tiempos, ser minero era un trabajo prestigioso. Es lo que más noto que ha cambiado», señala el veterano de la mesa, Henryk. Así lo reconoce Damian, para quien la minería es sobre todo ingeniería, su gran pasión, y donde ningún día se parece al anterior.
Para ilustrar mejor su jornada laboral, Damian se sirve de una maqueta en forma de mina -que construye empleando un par de cartones y tubos- con la que imparte charlas por los colegios de la zona. Sobre la una de la tarde, recibe la llamada de su jefe. «Me comenta lo que vamos a hacer hoy junto a mi equipo. Y yo les transmito la información. Así que cogemos nuestro uniforme de trabajo y vamos bajo tierra», describe. «Un ascensor enorme nos lleva a 850 metros bajo tierra, donde nos espera el tren que nos conduce a nuestras galerías. Y ya luego ahí todo es perforar y perforar con una cabeza tractora o explosivos», detalla. Para Michał, la minería de carbón está siendo una suerte de chivo expiatorio de la cruzada 'verde' europea.
En apenas tres décadas, Alta Silesia, región de cuatro millones y medio de habitantes, ha pasado de contar con 70 minas de carbón a cerca de una veintena. Hasta los ochenta, la minería generaba 250.000 empleos directos. Ahora, solo 80.000. Sin embargo, hay unos «300.000 trabajan en empresas que dependen indirectamente de la minería», apunta la diputada opositora liberal Monika Rosa. Para muchos hogares, esta industria es la principal fuente de ingresos. De momento, Silesia cuenta con un nivel de paro del 5%, uno de los más bajos del país, gracias a otros sectores tecnológicos.
Jan Bondaruk, del Instituto Central de Minería de Katowice, dependiente del ministerio polaco de Bienes del Estado, teme «cómo puede afectar este cambio tan drástico en todo el ecosistema de la región». Las condiciones fijadas por Bruselas, apunta, «pueden llevar al colapso económico de Alta Silesia: algunas licencias que tenemos se extienden más allá de 2049. Soy hijo de esta región y su minería y no quiero ver eso». Aunque Bondaruk cree que los Fondos de Transición Justa pueden hacer que miles de vidas sean mejores en el futuro, «no pondría todas las esperanzas en este mecanismo».
En Katowice, capital de la región de Alta Silesia, muchas de las antiguas construcciones posindustriales de ladrillo en las barriadas, de herencia prusiana, son demolidas o revitalizadas, intentando encontrar una segunda vida como el Museo de Silesia (que era una mina) o el Parque de Silesia, el gran orgullo verde de la ciudad.
Si la extracción de carbón polaco disminuye cada año, los sueldos siguen la dirección opuesta, en un país que mejora la vida de sus ciudadanos a velocidad de crucero desde la entrada en la UE. El sueldo medio de un empleado en el sector minero ha pasado del equivalente a 20 dólares en los últimos años del comunismo -según fuentes locales- a cerca de 1.500 de media, superior al salario medio neto de Polonia, que ronda los 1.000 euros.
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