MERCEDES GALLEGO
Corresponsal en Nueva York
Domingo, 23 de febrero 2020, 00:38
La historia tiende a repetirse, los políticos también. Quizás porque las aspiraciones de los pueblos no cambian tanto. Las decisiones políticas que toman son, esencialmente, una manifestación de la naturaleza humana, a veces mezquina, a veces noble, a menudo egoísta y casi siempre ingenua.
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La ... historia de Pete Buttigieg, de 38 años, reproduce con tanta fidelidad la de Barack Obama en el camino a la nominación presidencial del Partido Demócrata que el expresidente podría demandarle por plagiar su «viaje improbable» de 2008, cuando ganó los caucus de Iowa como el candidato de la esperanza. «Esta noche», le parafraseó hace dos semanas sin decirlo, «una esperanza improbable se ha convertido en una realidad innegable». Acababa de derrotar el pesimismo de «los cínicos·, clamaron ambos. El de quienes les descartaron porque nunca pensaron que un negro o un gay pudiera triunfar en la política de EE UU.
Solo que ni los blancos ven a Obama como a un negro, ni los heterosexuales a Buttigieg como a un gay. El primero apenas conoció la mitad negra de su padre, un estudiante de Kenia que se separó de su madre a los seis meses de nacer y sólo les visitó una vez. Le criaron sus abuelos judíos de Kansas en Hawai, donde la población afroamericana apenas pasa del 1%. Como candidato de color no era el reverendo Jesse Jackson. No creció en un gueto, ni desfiló con Martin Luther King, ni tuvo que hacerse respetar a gritos.
La cadencia serena de su voz, que tal vez Buttigieg también haya aprendido en Harvard, ese aire de chico bueno que exudan ambos, con el cabello cortado a cepillo y la impecable camisa blanca, casan con una estrategia neutra pensada para caerle bien a todo el mundo. Eso permite que cada votante dibuje en ellos sus propias líneas y acabe viéndose reflejado, sin darse cuenta de que inconscientemente admiran una imagen mejorada de sí mismos. O como dijo Bruce Springsteen en esa campaña mítica de 2008, «apela a nuestros mejores ángeles».
Al elegir a Obama los estadounidenses miraban su lado blanco pero se congratulaban por el hito de haber elegido al primer presidente negro de la historia, coartada perfecta para decir que habían superado el pecado capital. Buttigieg también les permite abundar en la autocomplacencia de la igualdad: un veterano de Afganistán sin el menor manierismo, cuyo matrimonio con otro hombre refleja el modelo conservador de los valores familiares que siempre ha necesitado un político en EE UU. Si Obama tuvo que descubrir su lado negro -y su pelo afro- en la Universidad, Buttigieg tuvo que enfrentarse a la muerte para entender que si no salía del armario hace apenas cinco años «podía llegar a viejo sin tener ni idea de lo que es enamorarse».
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Meses después de anunciarlo en el periódico local, conoció a su pareja por una aplicación (Hinge) y al año de noviazgo se casaron por la Iglesia (episcopaliana) en la catedral de South Bend (Indiana), donde ya era alcalde. Los votantes de esta ciudad de cien mil habitantes le dieron sus bendiciones en las urnas al reelegirlo con más del 80% de los votos. Y es que los conservadores podrán escandalizarse de que bese a otro hombre en el escenario, pero nunca podrán llamarle promiscuo. De hecho, el milenial de la campaña que podría llegar a ser el presidente más joven de EE UU, encuentra sus bases entre los mayores de 45 años que se definen como moderados o conservadores.
Si George W. Bush era el candidato con el que los republicanos querían tomarse una cerveza, Buttigieg es aquel con el que la élite demócrata querría sentarse a hablar de literatura (mientras les toca el piano o la guitarra). Ya en la Universidad aprendió noruego para leer más libros de un autor que apenas había sido traducido al inglés -Erlend Loe- y después del 11-S aprendió árabe para alistarse al Ejército como reservista. Cuando el año pasado una televisión francesa le pidió una reacción espontánea sobre el incendio de Notre Dame, Buttigieg les contestó en un francés tan perfecto que el embajador en Washington le escribió para felicitarlo. Resulta que, además de analizar sesudamente el Ulysess de James Joyce, este hijo de profesores habla ocho idiomas (el español no es uno de ellos, aunque en el debate del jueves apelase a los hispanos en su idioma como si fuera el propio).
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Como Obama, la nueva esperanza demócrata peca de quedarse corto para todos. Su agenda es la de regresar al orden establecido antes de Trump, para acabar la labor de Obama con esbozos progresistas como la legalización de la marihuana y la reforma del Supremo. Muy lejos de la revolución social que buscan los seguidores de su rival Bernie Sanders o de la continuidad que anhelan los conservadores avergonzados de Trump. Si Obama no fue lo suficiente negro para Black Lives Matter, Buttigieg tampoco será suficientemente gay para la comunidad LGTB, que ya le echa en cara no hablar de los problemas que afectan al sector.
Buttigieg no ha saltado a la política para salvar a las minorías que ni siquiera defendió en South Bend, sino para encarnar los ideales de la mayoría y presentarse en noviembre como la antítesis de Donald Trump: un joven culto, patriota, moderno y con valores familiares al que le interesa el mundo y es capaz de poner su vida en paralelo a la historia reciente para cerrar las heridas del país -iba al instituto cuando la matanza del Columbine, se alistó en la Reserva tras el 11-S, volvió de Afganistán pensando que sería el último hombre en morir, y tendrá la edad de Trump cuando el mundo se enfrente al precipicio del cambio climático, pasado el 2050-.
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Este hijo de un inmigrante maltés casado con una californiana trae consigo la biografía del perfecto americano que vuelve con el péndulo de la historia. Falta ver si le pasa por encima o se repite a sí misma.
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