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mercedes gallego
Domingo, 5 de septiembre 2021
Cuándo fue que el humo se disipó y volvimos a caminar por las calles de este hormiguero llamado Nueva York sin mirarnos? En la hoguera de las vanidades, la regla de oro es ignorarse. Caminar a paso neoyorquino como si no hubiera nadie más en la acera, disimular si alguien pasa medio desnudo o grita despavorido. Salvo en un breve momento de la historia llamado 11-S en el que miramos al cielo con tanto horror que no pudimos dejar de abrazarnos.
Fueron días en los que hasta los aviones se pararon y un silencio sepulcral nos perturbó el sueño. En un atentado planificado durante años, 19 yihadistas dirigidos desde Afganistán por Osama Bin Laden, cabeza de Al-Qaeda, secuestraron cuatro aviones en suelo norteamericano a punta de cuchillo. Los pilotos -Mohamed Atta y Marwan al Shehhi, que embarcaron en Boston, Hani Hanyur en Washington y Ziad Yarrah en Newark- enfilaron hacia las dos torres del World Trade Center, el Pentágono y el Capitolio. Los tres primeros impactaron en sus objetivos e infligieron el mayor daño que un grupo terrorista ha causado a una potencia mundial, con 2.983 víctimas y una larga cadena de prejuicios humanos y económicos.
En particular, la imagen de las Torres Gemelas ardiendo en el horizonte cambió para siempre el horizonte de Manhattan y el mundo en que vivimos. Desde que los Boeing 757 y 767 de las aerolíneas American y United se usaron como misiles, se extendió el miedo a las matanzas indiscriminadas contra la población civil en una parte del mundo que se creía a salvo. Esa mañana, el olor a quemado se nos hacía insoportable, porque sabíamos que entre esas llamas ardían cientos de seres humanos a los que ya nunca podríamos evitar cuando nos cruzásemos en un vagón atiborrado.
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Nos clavaban sus ojos desde los mosaicos de desaparecidos con los que sus familias habían empapelado la ciudad. Sonrientes, vestidos de boda o abrazando a sus hijos, siempre posando para la cámara, sin imaginar que esa imagen les perseguiría hasta después de muertos. Porque todos sabíamos que estaban muertos, pero nadie se atrevió a arrancar un cartel de la pared. Dejamos que pasaran las primaveras y los inviernos hasta que los elementos se encargaron de lavar las paredes y borrar la esperanza.
Al-Qaida había dado un gran golpe a uno de los símbolos de la economía mundial, el World Trade Center (WTC), y desataría la ofensiva de Estados Unidos. La respuesta para neutralizar a sus atacantes se ha extendido dos décadas, con la intervención armada en países musulmanes, como Afganistán, Irak o Siria, y la captura y ejecución de sus enemigos, estuvieran o no relacionados con el 11-S.
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El día que cayeron las Torres Gemelas por primera vez nos miramos a los ojos y vimos quién estaba detrás de esas pupilas suplicantes y aterrorizadas que nos rodeaban. En el aire flotaba el miedo, el olor a polvo y una gran necesidad de afecto. Manhattan se transformó en zona de guerra. Ninguno estábamos preparados para rendir nuestras vidas al apocalipsis, pero aceptamos entregar nuestras libertades a cambio de la seguridad prometida.
En esos primeros días de septiembre de 2001 la Zona Cero llegaba hasta la calle 14, donde la Policía había erigido barricadas y los helicópteros militares se colaban de noche en los dormitorios con sus haces de luz y el insoportable zumbido de las hélices.
Al sur de esa franja artificial, la vida se había detenido, igual que luego se paralizarían en otras ciudades, como Madrid y París, donde los ataques suicidas se repetirían con diferentes modalidades en años posteriores. Los comercios del Soho estaban cerrados. El Bowery, desierto. Los adoquines del Greenwich Village parecían esperar coches de caballo y solo Chinatown se atrevió a seguir vendiendo pescados vivos en las aceras, cubiertas de una fina capa de cenizas. De Canal para abajo no pasaban más que los cuerpos de rescate y era una gigantesca escena del crimen acordonada por la Guardia Nacional.
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Desde el primer impacto a las 8:45 en la Torre Norte, se tardarían nueve meses en limpiar los 1,8 millones de toneladas de escombros en que quedaron reducidas las Torres Gemelas y quince años en devolverle la vida al complejo, todavía incompleto. Durante la siguiente década se asomarían los turistas para curiosear el gigantesco socavón.
Cuando el 7 de octubre cayeron las primeras bombas sobre Afganistán para castigar a los que alumbraron el plan «todavía estábamos en estado de shock», recuerda Jack Saul, un experto en traumas colectivos que vivía en esa frontera militarizada del Soho con Canal St. A pesar de los intensos esfuerzos de día y de noche, solo 18 personas fueron rescatadas con vida de entre los escombros, la última 27 horas después de que se desplomase la segunda torre, a las 10:28 horas.
Fue el miedo envuelto en la bandera de las barras y las estrellas el que permitió que solo dos meses después Michael Bloomberg, un multimillonario republicano en una ciudad demócrata, ganase las elecciones por solo 30.000 votos de ventaja. Su victoria no hubiera sido concebible sin los atentados.
Pocos pensaban entonces que Nueva York se recuperaría del mazazo terrorista, pero el patriotismo americano requería reconstruir más y más fuerte. A los dos días Larry Silverstein, el inversor inmobiliario que había comprado el WTC por 3.200 millones de dólares apenas seis semanas antes, se comprometió con el gobernador George Pataki a reconstruir las torres «cuanto antes» para amortizar el contrato de 99 años que había firmado.
No fue tan rápido como pensaban. Veinte años después todavía faltan por completar los edificios 2 y 5 del WTC. La Torre de la Libertad, oficialmente One World Trade Center, con sus desafiantes 541 metros que la convierten en el edificio más alto de EE UU, no se inauguró hasta finales de 2014.
La memoria es corta, el miedo se ha desvanecido con la misma facilidad con la que se desdibujaron las imágenes de los desaparecidos. Hace veinte años hubiera sido impensable alquilar casi un millón de metros cuadrados en la diana del peor atentado de la historia, pero el dinero y la política convencieron a Conde Nast para ser la pica de Flandes, a cambio de diez millones de dólares en descuentos fiscales.
Tras la devastación del Bajo Manhattan de 2001 las empresas financieras buscaron oficinas para reubicar a 50.000 empleados, la mayoría en la zona de Midtown que se pulió en la era Bloomberg con la construcción del Hudson Yard y la extensión de la línea 7 del metro. La mayoría decía marcharse por temor a un nuevo atentado terrorista, un fantasma que otra vez se ha cobrado vidas norteamericanas duranta la evacuación de Afganistán.
Si los kamikazes vuelven, se encontrarán un Nueva York muy distinto entre los rascacielos. Decía Bloomberg que en la ciudad que nunca duerme una buena parte del Bajo Manhattan se va a la cama «puntualmente a las seis de la tarde», la hora a la que cierran las oficinas. Se propuso darle un soplo de vida a un barrio que se quedaba muerto al cerrar el corazón financiero, y lo consiguió. Si en 2001 el 55% de las oficinas las ocupaban empresas del entorno de Wall Street, hoy ese porcentaje se ha reducido al 30%.
También Robert de Niro revitalizó su barrio con la fundación del Festival de Tribeca, un año después de los atentados. Desde entonces la población residencial del Bajo Manhattan se ha duplicado, según 'The Wall Street Journal'. Unos 200 edificios de oficinas se han reconvertido en viviendas sin que nunca falte demanda. Vivir en Wall Street era antes una extravagancia de los más avezados, pero hoy el 28% de sus habitantes trabajan en el barrio, el porcentaje más alto de ningún otro 'downtown'.
El orgullo patriótico de desafiar a los agresores reconstruyendo más y mejor ha sanado las heridas excavadas en el corazón de la isla, pero desperdició el momento de reflexión y la oportunidad de humanizar la cuna del capitalismo.
Al día siguiente del atentado, el vicepresidente Dick Cheney ya estaba pensando en invadir Irak, «pero no antes de que lidiáramos con Afganistán, donde los terroristas del 11-S se habían entrenado y habían preparado el golpe», contó en sus memorias.
Afganistán sirvió para abrir el apetito bélico del país, sediento de venganza. Encajaba con la narrativa de la II Guerra Mundial que todavía fascina a EE UU, al considerarse el ejército que salvó a Europa de los nazis. El 11-S fue el Pearl Harbor de esta nueva guerra que muchos creían totalmente justificada y contaba con el apoyo de los aliados de la OTAN.
Con los talibanes convertidos en los nuevos nazis, tenía todos los elementos para glorificar la contienda que engrasó la maquinaria de guerra al ritmo de 300 millones de dólares diarios. Solo que esta vez el Plan Marshall no dio lugar a una próspera democracia. «Todas las guerras son una operación de malversación de fondos públicos», opina Sami Rasouli, fundador de Muslim Peacemaker Teams, que ha visto de primera mano el despilfarro.
Jack Saul, director del Programa Internacional de Traumas Colectivos (ITSP), cree que su país es adicto a las guerras. «Es parte de nuestra cultura e identidad como estadounidenses y lo que define nuestra posición en el mundo», explica. Al glorificar el «sacrificio» con esa cultura patriótica de Hollywood, toda una generación de jóvenes que vio caer las Torres Gemelas por televisión se alistaron al ejército para defender a su patria. «Los que vivíamos en la zona afectada estábamos demasiado ocupados en ayudarnos unos a otros».
Pero quienes se dejaron influir por la propaganda mediática del Gobierno acabaron comprando la teoría de «la guerra justa» que, veinte años después, ha terminado sin la gloria prometida.
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