Secciones
Servicios
Destacamos
mercedes gallego
Nueva York
Jueves, 7 de enero 2021
Fue la crónica de una revuelta anunciada. Mucho antes de que el mundo se pegara a las pantallas para seguir en directo la sublevación de los trumpistas, las imágenes del Capitolio ya llevaban ocho meses en la web. Pero no las del Capitolio de Washington ... DC, sino las del Capitolio de Michigan, donde los fanáticos del presidente ensayaron la toma en pleno confinamiento tras leer su consigna en las redes sociales: «¡Liberad Michigan!», tuiteó el mandatario.
El plan, no hay que olvidarlo, incluía también secuestrar a la gobernadora, juzgarla sumariamente en un zulo y ejecutarla «por sus crímenes contra la Constitución», declararon los detenidos. Que nadie se de por sorprendido si ese plan abortado por el FBI se extrapola un día a la escena nacional. El asesinato de Biden arroja ya 60 millones de resultados en Google y todavía ni siquiera ha sido investido presidente. Su mejor seguro de vida es haber elegido a Kamala Harris como sucesora, porque las milicias de ultraderecha no soportarían dar el poder a una mujer negra.
Los verdaderos instigadores de la revuelta no estaban el miércoles en las calles saltando barricadas y rompiendo las puertas y ventanas del Capitolio, sino dentro, sentados en los asientos del Congreso donde han dado alas a las acusaciones de fraude del presidente por sus propios motivos personales. Son, como escribía el académico Lawrence Douglas, profesor de Derecho, Jurisprudencia y Pensamiento Social en Amherst (Massachusetts), «productos de universidades de élite como Yale, Harvard o Princeton». Sus señorías eran «totalmente consciente de que Trump ha perdido las elecciones pero por oportunismo han elegido aliarse con él para asestar un ataque potencialmente mortal a la democracia».
Noticia Relacionada
La turba llevaba cuernos de vaca y chalecos de piel, peones de quienes les han instigado por las cadenas de televisión y las redes sociales. Como los hutus que masacraron a los tutsis durante el genocidio de Ruanda respondían a las arengas de las emisoras de radio. Algunos de esos legisladores elegantemente vestidos cambiaron de opinión después de sentir el miedo en el cuerpo y tener que esconderse detrás de sus asientos, pero todavía 138 diputados y siete senadores objetaron los resultados electorales.
Mientras el populismo de Donald Trump siga amasando votos en las urnas y audiencia en las televisiones no le faltarán titulares ni políticos oportunistas que le den la razón. Para entender lo que pasó el miércoles hay que remontarse a junio del 2015, cuando Donald Trump, con Melania del brazo, descendió la escalera mecánica frente a una hilera de cámaras para arremeter contra mexicanos y musulmanes al anunciar su candidatura presidencial. Había nacido una estrella.
Ningún analista apostaba entonces por el magnate de reality show al que los medios trataban como un payaso, pero al que dedicaban riadas de tinta y tiempo aire –dos mil millones de dólares en publicidad gratuita, estimó SMG Delta-. Otros 21 candidatos con mucho más peso eran ignorados. La adicción a Trump acababa de comenzar. Cinco años después, a EEUU y al mundo lo devora su propio Frankestein. Ni Facebook ni Twitter suspendieron sus cuentas hasta que vieron la toma del Capitolio, cuando ya era demasiado tarde. Como Mitch McConnell no desestimó públicamente las acusaciones de fraude hasta que el miércoles vio perdidas las elecciones de Georgia, con las que esperaba mantener el control del Senado. Si el «America First» de Trump resuena en cada uno de los 74 millones de votos que obtuvo el 3 de noviembre es porque el «primero yo y solo yo» es un mal muy extendido.
Trump había denunciado por Twitter el fraude electoral al menos 70 veces antes de las elecciones, consciente de que cuanto más se repite una mentira, más verdad se hace. Con la ayuda de las redes sociales eso es más cierto que nunca. La herencia de Trump es haber destruido la confianza de la sociedad en las instituciones, los medios, la clase política, la ciencia y todo aquello que nos permita creer en una verdad común, sumida en la nebulosa a golpe de 'fake news'.
Con la maquinaria engrasada, la sociedad irremisiblemente dividida por su tono político y la irritación que la pandemia ha añadido al fracaso global del capitalismo, al presidente no le ha costado sembrar la duda en lo que su propio director de Ciberseguridad consideró «las elecciones más seguras de la historia». WhatsApp y las redes sociales han remachado su mensaje por todo el planeta. «Los países extranjeros van a imprimir millones de papeletas por correo, será el gran escándalo de nuestro tiempo», anticipó el 22 de junio.
Para el 3 de noviembre sus seguidores tenían muy claro que el único voto fiable era el que depositaran en las urnas el día de autos, según la consigna que repitió en cada mitin. Por contra, los votantes de Biden, temerosos del virus y respetuosos de la distancia social, preferían depositar la papeleta por correo desde la santidad de su hogar. Buzones que fueron convenientemente desmantelados -como las máquinas de Correos y todo el sistema postal-, por uno de sus leales, el multimillonario Louis DeJoy, al que en mayo puso a cargo de Correos con ordenes de sabotear el vehículo electoral.
El plan siempre fue declararse ganador a primera hora de la noche, cuando los votos presenciales le dieran la victoria, y deslegitimar todo lo que llegase después en el recuento tardío del voto por correo, que en algunos estados clave como Pensilvania podían llegar hasta tres días después. Con esos sufragios en cuestión, clamar fraude hasta desgañitarse pasando por los tribunales que fueran necesarios. De las 62 demandas que ha interpuesto solo una fue aceptada, pero apenas sirvió para apartar mil de votos en Pensilvania. Muchos de esos jueces los había nombrados él mismo, pero ni aún así compraron las acusaciones.
Donde triunfaron fue en las redes sociales, que ayer acusaban a la policía del Capitolio de haber dejado entrar a manifestantes de Antifa para hacerse pasar por seguidores de Trump. La prensa, que sufrió la furia de los trumpistas tras cinco años de ser crucificada en sus mítines como «el enemigo del pueblo», daba fe de que algunas camisetas que vestían los furibundos manifestantes con gorra roja llevaban el 6 de enero como el comienzo de la «Guerra Civil». En las redes la primera congresista de QAnon, Marjorie Taylor, a quien Trump subió hace tres días al escenario de uno de sus mítines, había advertido de que «después de recurrir a todas las instancias judiciales y políticas» para denunciar el «fraude electoral», la única vía que les quedaba era la «violencia en las calles».
Quienes llegaron a Washington desde todas partes del país estaban listos para el asalto, a la espera de una orden que el comandante en jefe dio desde el escenario: «Este atroz ataque a nuestra democracia no se puede tolerar. Descended sobre el Capitolio». Las huestes cumplieron la orden, que costó la vida a cuatro personas, víctimas de la guerra de desinformación que se extiende por el mundo a velocidad viral. El 45% de los republicanos, según una encuesta rápida de YouGov, estuvo de acuerdo. Había que defender los resultados de las elecciones, que el 77%, según otra encuesta de Quinniapiac, cree fraudulentos. La verdad es la primera víctima de cualquier guerra y, en este caso, el verdadero objetivo de una con muchos cómplices.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para registrados
¿Ya eres registrado?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.