MikelAyestarán
Domingo, 24 de octubre 2021, 01:30
Bajo los puentes de Kabul han tardado dos meses en darse cuenta de la llegada del Emirato. Un ejército de toxicómanos sobrevive a orillas del río que atraviesa la capital afgana en condiciones infrahumanas. Tirados entre la basura, acuclillados mientras preparan la dosis, están a ... la vista de todos, pero nadie quiere verlos.
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Los talibanes han heredado armas y vehículos del anterior Gobierno, pero también problemas como el de la creciente adicción a la heroína y al cristal (metanfetamina) y tratan de atajarlo con mano dura. Estos problemas crecieron durante su mandato en la sombra en amplias zonas del sur en las que convirtieron el cultivo de amapola –de donde extraen goma de opio que se refina en morfina y heroína– y su tráfico al exterior su principal fuente de ingresos.
El consumo se ha disparado en el país y el último informe de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés) constata que «el aumento de la adicción a los narcóticos ha seguido el mismo patrón hiperbólico de producción de opio». Los datos del organismo internacional muestran que en Afganistán hay más de un millón de adictos (de 15 a 64 años), lo que supone un 8% de la población, una tasa que es el doble del promedio mundial.
Desde su llegada al poder el pasado 15 de agosto, los islamistas han desplegado patrullas especiales que se encargan de detener por la fuerza a los drogadictos para enviarles a centros de desintoxicación como el Hospital Avicenna, una base americana reconvertida en centro médico desde 2016 con capacidad para mil pacientes. El doctor Wahedullah Koshan señaló a la agencia Associated Press (AP) que el tratamiento de choque en este lugar dura 45 días, pero lamentó la carencia de los opiáceos alternativos como la metadona, que se usan normalmente para tratar estas adicciones. Otro de los problemas añadidos, y compartido por todos los centros médicos vinculados al Ministerio de Salud, es que el personal no ha cobrado desde julio.
Las imágenes captadas por las cámaras de agencias como AP han sacado a la luz el submundo de la drogadicción en Kabul y los métodos inflexibles aplicados por los talibanes para tratar a unos enfermos que parecen auténticos fantasmas.
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Que Afganistán es el mayor productor mundial de opio no es ningún secreto (genera el 80% del tráfico mundial), lo que ha supuesto toda una revolución en los últimos años es el auge en la producción de metanfetamina cristalina. Un informe de 2020 del Observatorio Europeo de Drogas y Toxicomanías (OEDT) advierte que la metanfetamina podría pronto igualar al comercio de opio ya que la efedra, su componente clave, es una planta que crece de manera silvestre en amplias zonas del país. Según el OEDT, más de trescientos laboratorios ilegales operan en el país.
«Después de tres décadas marcadas por el trauma de la guerra la disponibilidad ilimitada de narcóticos baratos y el acceso limitado al tratamiento han creado un problema de adicción importante y creciente en Afganistán», apunta Antonio María Costa, director de UNODC, en un reciente informe del organismo. Costa invita a la comunidad internacional a «apoyar los esfuerzos de Afganistán para frenar el cultivo de opio», pero sin olvidarse de los «700.000 adictos afganos sin acceso a tratamiento de desintoxicación».
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Las mayores superficies de cultivo de amapola son Helmand y Kandahar, que constituyen también los dos grandes bastiones de los talibanes. Durante los veinte años de misión internacional, Reino Unido y Estados Unidos se desplegaron en estas provincias, pero las políticas de erradicación fueron un fracaso y en casos como el de Helmand se convirtieron en escándalos de corrupción.
Opio e insurgencia han ido de la mano desde la época de la yihad contra la Unión Soviética. Entonces Moscú acusaba a la CIA de favorecer el narcotráfico para financiar la 'guerra santa'. El único capaz de frenar en seco el cultivo fue el mulá Omar, máximo dirigente talibán, a través de una 'fatwa' emitida en 2000 que declaraba «antiislámico» el cultivo de la adormidera, pero el parón apenas duró una cosecha y posteriormente los talibanes convirtieron las tasas al cultivo y tráfico de opio en su principal fuente de ingresos.
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Es una incógnita saber qué ocurrirá en este nuevo emirato del siglo XXI, pero parece claro que los talibanes no quieren adictos en sus calles.
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