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El régimen se beneficia de la amenaza yihadista y la implicación general en el tráfico de drogasGERARDO ELORRIAGA
Viernes, 20 de agosto 2021, 22:51
Irán, Rusia y Pakistán pueden regocijarse por la victoria talibán. Los vecinos de Afganistán eran conscientes tanto de la fragilidad del régimen prooccidental de Kabul como de la solidez de los radicales y sus prudentes gobiernos apostaron al caballo ganador. Los extremistas no han estado solos en su lucha y no es desdeñable que haya habido un camuflado apoyo táctico e, incluso, económico.
Los países limítrofes querían, sobre todo, acabar con la injerencia americana. El triunfo de los 'estudiantes' suponía la derrota de Estados Unidos, la potencia que genera común animadversión, pero también cabe interpretarse como una medida preventiva contra las milicias del Estado Islámico, el enemigo de todos y que, hace seis años, se incorporó al complicado escenario local. El auxilio a los vencedores trataría de impedir el arraigo de los peligrosos recién llegados. Los talibanes pretenden, en teoría, un Emirato islámico en Afganistán, mientras que sus rivales comparten la aplicación del Corán en la vida pública pero, además, la yihad, la expansión más allá de determinadas fronteras nacionales.
6.800 millones de euros ha invertido EE UU en 15 años para acabar con el cultivo de opio en el país.
El temor ruso. Putin necesita la neutralidad afgana para impedir que la expansión yihadista arraigue en las repúblicas centroasiáticas como Tayikistán o Uzbekistán.
Ira de los cultivadores. El Gobierno afgano y las tropas estadounidenses han sido objeto del enfado de los cultivadores de amapola por los intentos de acabar con este negocio.
La instauración de un gobierno extremista favorece al Kremlin. La política hace extraños compañeros de viaje y este es uno de los casos más evidentes y sangrantes. La invasión soviética de Afganistán en 1979 alentó la práctica destrucción del país durante la siguiente década. El movimiento talibán surgió como último recurso ante el caos provocado por los señores de la guerra y su discurso se opone tanto al liberalismo americano como al imperialismo ruso que siempre ha considerado su patria como el camino más corto para acceder al Océano Índico y a las grandes rutas del tráfico naval. Pero la necesidad hace virtud: Moscú aspira a obtener un ascendiente sobre las nuevas autoridades, que, apestadas a ojos del mundo, precisarán de aliados y recursos.
La amenaza islamista es un argumento decisorio. El presidente Putin necesita la neutralidad afgana para impedir que las repúblicas centroasiáticas resulten las nuevas víctimas de la expansión yihadista. Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán, la más débil, son administraciones carcomidas por la corrupción y el autoritarismo. Si Afganistán se convierte en un santuario para el Movimiento Islámico de Uzbekistán y otros grupos insurgentes extranjeros, el rol fallido de la OTAN debería ser asumido por la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), la entidad que salvaguarda los intereses surgidos de la desintegración de la URSS. Y el riesgo de un conflicto regional se avivaría.
El Gobierno iraní, ahora escorado hacia posiciones conservadoras, cuenta con un nuevo frente en Afganistán. Sí, resulta estimulante desembarazarse de un aliado de Washington, pero no necesariamente los enemigos de mis enemigos son mis amigos en la compleja geopolítica. La implicación de Teherán quedó manifiesta en la muerte de Akhtar Mansour, el máximo líder talibán, cuando viajaba entre Irán y Pakistán. Las consecuencias de la victoria son importantes y diversas. El país acoge a más de tres millones de afganos y pueden darse nuevos flujos. El Gobierno ha cerrado sus fronteras con la excusa del Covid-19 y Turquía ya ha anunciado la construcción de un muro. Las avalanchas humanas afectarían a ambas economías, afectadas por las sanciones de Washington y una inflación elevada, respectivamente.
La actitud del Ejecutivo afgano resulta determinante. Pero no sólo para evitar una nueva crisis de refugiados, sino también para que no se agudicen viejos conflictos. Irán cuenta con flancos tan frágiles como las provincias orientales de Sistán y Baluchistán, sumidas en la pobreza y la marginación. En el seno de la comunidad baluchi, de credo suní, han surgido organizaciones islamistas contrarías al poder central. La respuesta ha sido, hasta ahora, contundente. El pasado enero las autoridades ahorcaron a 28 militantes, entre ellos, Javid Dehgan, comandante del Ejército de la Justicia, la facción más importante. ¿Se mantendrán los talibanes ajenos al problema o apoyarán, aunque sea veladamente, a sus correligionarios?
El maquiavelismo pakistaní asume una nueva vuelta de tuerca con la llegada de los talibanes al poder. El régimen de Islamabad ha desarrollado cierto doble lenguaje que supera todo tipo de contradicciones. Desde que, en los años 80, el general y dictador Zia-ul-Haq impuso una agenda islamizadora de la sociedad sin romper con EE UU, el Estado ha compaginado el sostén a las milicias religiosas afganas, entrenadas por sus servicios secretos, con su fidelidad a ese amigo americano que luego vituperan.
«Han roto las cadenas»
Imran Khan, su laico primer ministro, ha declarado que los talibanes «han roto las cadenas de la esclavitud». Posiblemente, no se refería a los propios, al Tehrik-e-Taliban (TTP), activo en el noroeste, ni tampoco al mulá Fazlullah, su jefe, y que fue víctima de un dron enviado por Washington en 2018. La amenaza yihadista ha remitido en los últimos años y la posición de Kabul será determinante para su recuperación o definitiva extinción.
El tráfico de drogas se antoja otra cuestión esencial para determinar la salud diplomática de la nueva Administración y no tan sólo con sus vecinos. El comercio de opio, morfina y cocaína, nutre de fondos a las elites de todos los países mencionados. En los últimos 15 años, Estados Unidos ha invertido 6.800 millones de euros para intentar estrangularlo -sin éxito- y privar de fondos a los talibanes, que se benefician impositivamente de su cultivo y mercadeo. La viabilidad del régimen talibán parece ligada a mantener y, tal vez, potenciar este inmenso negocio, más allá de declaraciones moderadas.
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