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Cada mañana, durante los últimos días, Berit Reiss-Andersen se siente engañada. Cuando abre la sección internacional del 'Afterposten', el principal diario de Oslo, su ánimo decae irremediablemente. Las noticias hablan de que la ofensiva militar en la región etíope de Tigray prosigue entre ocupaciones ... de ciudades, bombardeos y desplazamientos masivos de la población. Entonces, la presidente del Comité Noruego del Nobel de la Paz recuerda el conmovedor discurso de Abiy Ahmed Ali, el primer ministro de aquel país, cuando recogió el prestigioso galardón hace tan sólo once meses. «He visto ancianos, mujeres y niños temblando de terror», recordaba refiriéndose a sus años como soldado. A pesar de estar acostumbrada al frío escandinavo, Berit Reiss-Andersen se estremece.
La abogada y política repasa el dossier del último elegido para el premio a los más justos del planeta y busca pistas que puedan explicar el mayúsculo error cometido. Pero los datos tan sólo avalan la carrera de un estadista sin mácula en un escenario tan complejo como el abisinio. Lee que nació en 1976, hijo de musulmán y cristiana, de sangre oromo y amhara, las dos principales etnias. Parecía llamado a ejercer la conciliación de contrarios y, efectivamente, ha ejercido labores de intermediación. Entre otras iniciativas al respecto, ha creado el Foro Religioso por la Paz.
La vida de Ahmed Ali también es el ejemplo de una fructífera dualidad. El político supo dividir su tiempo entre la lucha armada y el estudio de Informática, formó parte de la coalición guerrillera que combatió el lóbrego gobierno del Derg a finales de los ochenta y, posteriormente, se graduó en criptografía y administración de empresas en universidades de Etiopía, Sudáfrica y Gran Bretaña.
La década de los ochenta fue una pesadilla en Etiopía. La compungida noruega Berit Reiss-Anderen también fue una adolescente comprometida y tararea 'Do They Know it's Christmas' y 'We are the World', aquellos himnos solidarios con las víctimas de las hambrunas que asolaban el territorio. Mientras el mundo se apiadaba de miles de familias errantes y niños de estómago inflamado, los insurrectos luchaban contra la junta militar prosoviética que había derrocado al Emperador Haile Selassie. Los nuevos dirigentes no sólo abandonaban a los desnutridos, sino que se comportaban de una forma tan genocida como el Khmer Rojo camboyano mediante purgas indiscriminadas, asesinatos masivos y desapariciones de opositores e intelectuales.
Las guerrillas acabaron con el tirano, pero instalaron otra dictadura, ahora escorada hacia Occidente. El ascenso político de Ahmed Ali tuvo lugar en el seno del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope, coalición de milicias de adscripción étnica con nombre de amplias miras y objetivos menos épicos que llegó al poder en 1991. «Hay quien nunca ha visto la guerra, pero la glorifica y la dota de un halo romántico», denunciaba el flamante premiado frente al príncipe heredero Haakon y su inseparable cónyuge Mette Marit.
El actual primer ministro ascendió al cargo de teniente coronel del Ejército, tarea que compaginaba con la sucesiva dirección de varias agencias de inteligencia y comunicaciones. Hace diez años, dejó sus cargos ejecutivos para centrarse en el desarrollo de una meteórica carrera política. La clave étnica resulta primordial en política etíope. Las comunidades de los oromos, tigriñas, amharas y los pueblos del sur poseen sus propios partidos y el ambicioso militar desarrolló su trayectoria e influencia en el seno del ODP, el partido de los primeros.
La oportunidad de hacerse con el poder surgió hace tres años, cuando se convirtió en el portavoz de aquellos propietarios oromos afectados por un plan de expansión urbana de la capital que pretendía quedarse con sus tierras. Como adalid de las víctimas en su lucha contra el Estado adquirió el respeto de los suyos, que constituyen el 35% de la población del país. El último peldaño estaba al alcance. Desde la vicepresidencia de su región accedió al cargo de primer ministro, máxima autoridad ejecutiva, y asumió el pleno control de la coalición.
El Suárez abisinio
La promesa de una democracia real, inédita en la historia de Etiopía, era el principal reclamo del nuevo dirigente. A la manera de un Adolfo Suárez abisinio, desmontó desde dentro el aparato oficial y creó el Partido de la Prosperidad, en el que incluyó a todos los socios precedentes, que busca el tránsito hacia la liberalización. Pero se produjo un contratiempo. Los tigriñas no accedieron a disolverse en el proyecto de Ahmed Ali. A pesar de suponer tan sólo el 6% de los 110 millones de etíopes, su numerosa presencia en el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas y la Administración Central los convertía en un contratiempo de consideración.
El Nobel de la Paz, otorgado el pasado año, no ha condicionado su decisión, radical e innegociable. «La guerra es la imagen del infierno para todos los involucrados», afirmó, pero ha apostado por ella para superar el escollo. El hombre que restableció relacione con Eritrea, el peor enemigo, ha arremetido contra los suyos oponiéndose a cualquier mediación internacional. El político que achaca a los belicistas que «no han visto el miedo y la fatiga, la destrucción y la angustia» y lamenta «el triste vacío después de la carnicería», ha lanzado un ejército de 150.000 hombres contra los disidentes y su pueblo.
A veces, las palabras resultan un lastre, sobre todo cuando quedan grabadas. «He visto a hermanos matando a otros hermanos en el campo de batalla», alegaba frente a aquellos que aplaudían su elección como hombre justo y dialogante.
A Berit Reiss-Andersen se le desliza de las manos la rebanada de pan de centeno con salmón ahumado y musita algo sobre la credibilidad propia y ajena. Sin duda, algo huele a podrido en la gélida Noruega y en la tórrida Etiopía.
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