La Iglesia de Etiopia es una de las pocas Iglesias de la cristiandad donde la forma de culto ha sido preservada y mantenida de la misma manera que se realizaba en el siglo IV. La escena es bíblica. Los rostros, el ropaje, los rezos, los cánticos, el fervor: uno se siente proyectado en medio del Antiguo Testamento. Los fieles se esparcen por todas partes, algunos sentados, otros de rodillas y tumbados. Casi todos, ellos como ellas, llevan un gran manto blanco que cubre por completo sus cuerpos escuálidos. Los hay que rezan, los hay que cantan y dan palmas, los hay que conversan en voz baja. En los lóbregos interiores de las iglesias, santuarios en activo como son, se desarrollan vistosas ceremonias celebradas en un idioma ininteligible incluso para los feligreses, el ge'ez, la lengua litúrgica oficial, el milenario idioma del imperio de Aksum. Desde las paredes, decoradas con rotunda sencillez, miran con ojos desorbitados las decenas de santos, ángeles y vírgenes de piel tostada y expresión ingenua pintados por antiguos artistas. Una moqueta trata de disimular inútilmente la irregularidad troglodita del suelo. Andar se convierte en algo aún más complejo cuando, además de los baches, hay que tratar de esquivar a las escuetas figuras de los devotos que pasan las horas muertas tumbados en cualquier parte de ese ambiente de reconcentrada espiritualidad. La vida no ha cambiado en siglos y la gente sigue yendo a misa cada día. Esto es debido principalmente a su situación geográfica y a los acontecimientos históricos que llevaron a su virtual aislamiento del resto del mundo cristiano desde el siglo VII. Paradójicamente las primeras menciones a cerca de los etíopes en la literatura fue en la epopeya de Homero. En sus escritos Homero indicó su amabilidad y que vivieron a finales del mundo habitado, y que eran un pueblo que los dioses les gustaba visitar.
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