«Hay más gente que en la guerra», dice Carlos, portero de una finca cercana a Atocha, al ver la movilización de votantes. Los centros electorales abren con largas colas en las puertas. Entre las diez y las doce, los encargados de los centros dejan ... una vía expedita para las personas mayores. Nadie se queja. Pero los políticos deben esperar su turno, en Madrid o en Galapagar. La reina es Ayuso, a la que cada vez se le percibe más segura de sí misma que posa con desenfado tanto en la calle, para los 'selfies' de los votantes, como a la hora de depositar el voto. Pasito a pasito en el colegio Inmaculada Marillac en Chamberí, Ayuso se convierte en un caso único, comparada con los demás candidatos rígidos o descorazonados.
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El que más esperó a la intemperie fue Ángel Gabilondo, 45 minutos con la papeleta en una mano, y la otra en el bolsillo. «Una fiesta de la democracia», dice a las 12.15, cuando sale del colegio Joaquín Turina, en Arturo Soria. Pero parece molesto consigo mismo: «Tengo una edad para saber que si estoy aquí es porque creo en algo», dice con cierta acritud, impensable al inicio de la campaña. Él era el último de los aspirantes a presidentes de Madrid que depositaba su papeleta. Sólo Mónica García lo hizo por correo. Edmundo Bal esperó poco, tanto al entrar como al salir. E Iglesias pasó como uno más en Galapagar, a pesar suyo y de las cámaras.
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J. arIas I. CORTÉS
Javier Varela
Al empezar la jornada, en los colegios Virgen de Atocha y San Isidoro, por la zona de Retiro, hay un centenar de personas en cada uno, aunque con la distancia social las filas dan la vuelta a la manzana. «La lógica es la peor de las consejeras», exhorta a votar un hombre mayor, que acaba de incorporarse a la suya. La espera es poca, aunque algún previsor lleve su libro. Avanza rápido. Hasta llegar a la entrada, unos 15 minutos, dice una electora. Las medidas de seguridad contra la pandemia es la única excepción en una jornada donde las largas filas se redoblarán a las 16 horas, en contra de la tendencia habitual de disminuir. Doble mascarilla en todos los centros. No hay signos de ansiedad. La violencia parece exclusiva de los partidos políticos.
En San Fernando de Henares la espera podía llegar a los 45 minutos, según Ricardo, taxista de 49 años, que ha recorrido la ciudad desde las ocho de la mañana. «Nunca había visto estas colas a toda hora», dice. «No hay ambiente electoral. El día es bueno, con sol, pero estamos trabajando y no hay paseo ni bar después de votar«. En Ciudad Lineal, Chamberí, Atocha... los colegios siguen cerca del mediodía con las filas de personas, según se aprecia en un recorrido por las calles de Madrid. «Votaré a la hora de comer», dice Ricardo, una respuesta habitual entre los dependientes, empleados de la restauración y otros trabajadores que no han acudido a primera hora.
La anécdota sucede en el centro de votación de Rocío Monasterio y Espinosa de los Monteros, donde la esperan cinco activistas de Femen, con el torso descubierto, como es habitual, y mensajes contra la ultraderecha. «No es patriotismo, es fascismo», corean. La policía interviene. Contra la pared, manos arriba. Pezones y barbilla contra el cemento. Ella no muestran demasiada oposición, pero no callan. Sueltan octavillas y proclamas. Monasterio llega oportunamente después de que han sido detenidas. Recoge los panfletos, los arroja en la papelera. Un acto casi teatral, que «no ha llegado a la violencia», indica un testigo, en la que las feministas parecen atrezzo para un mini acto de campaña. «No respetan a los vecinos ni las ideas de los demás», declara Monasterio con traje blanco y mascarilla negra.
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Otra anécdota, pero sin más cámaras que las de los móviles de algunos votantes, sucedió en Vallecas. A pesar del comportamiento cívico demostrado por los madrileños se produjo una nota discordante en la puerta del colegio Núñez de Arenas, cuando cerca de las dos de la tarde hubo una breve pelea entre un votante que hacía la cola con su padre y dos hombres que pasaban por allí. Según el agredido y sus familiares estos dos alcanzaron a escuchar que en la conversación entre los votantes hablaban de delincuencia, y les increparon al sentirse aludidos. «Eran extranjeros, rumanos o algo así», puntualizó un apoderado. El joven se encaró, discutieron varios metros y los dos oponentes le pegaron. Aunque la policía que custodiaba el recinto salió, no hubo denuncia. «Nos dirán racistas pero ahora voy a venir a votar con el cartón de Vox», dijo uno de los familiares de los agredidos. «Como si eso fuera a solucionar algo», le responde otro, más joven. «Les voto hasta yo», zanjó una tercera.
Como el hincha del Atlético que se muda a Pozuelo y se lamenta que el hijo sea del Real Madrid, Pedro Sánchez elige mal la tribuna y quiere dar un pequeño mitin a las puertas de su centro de votación, el centro cultural Volturno en Pozuelo. Le abuchean y gritan «fuera, fuera» con la fuerza suficiente para colarse en los micros. Sánchez rebaja la expectativa inicial: «Elegimos quién va a gobernar en los próximos dos años».
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Cuando Pablo Casado aparece, los apoderados del PP tienen contenida euforia en los centros electorales. Por el Whatsapp se dice que los «tracking» van «muy bien», según un apoderado del partido. Al contrario que Sánchez, el jefe del PP juega en casa, el barrio de Salamanca, y sus palabras, tan electorales como las del Presidente, sí gozaron del fervor popular. «Dos modelos de gestión» y «un punto de inflexión». Ambos, Casado y Sánchez, han acudido tarde a las urnas, con la cabeza ya llena de vaticinios. Uno rebaja la contienda a una comunidad, el otro la eleva a toda la nación.
Una nota triste queda sobre la imagen de plena igualdad en que los políticos de alto nivel aguardan en una cola junto a los demás vecinos, para depositar su voto. Los privilegios, y el misterio, se impone cuando el futbolista Marcelo logra que una mujer mayor, suplente sin opciones de acabar pasando el día verificando votos, le reemplace en su deber como vocal de mesa. El astro aparece por la banda y se marcha. La jornada sí cuenta con un famoso, Chicote, que se hizo un selfie en su mesa con «buen rollo», mientras el todavía recordado Fran Perea bromea con que «ponían a contar al del 1+1 es 7».
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