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Enric Gardiner
Madrid
Domingo, 2 de febrero 2020, 11:58
Si hubiera que definir toda la carrera de Garbiñe Muguruza en una palabra, probablemente la más acertada sería irregularidad. La española siempre ha sido una tenista de momentos y de chispazos, dando pie a ese manido y coloquial «es capaz de ganar un ... Grand Slam y perder la semana siguiente contra una jugadora fuera del 'top 100'». Este es un síntoma contagioso del momento que vive la WTA, con cambios constantes e idas y venidas en los puestos altos del ranking. Como muestra, desde 2006, ha habido 25 campeonas diferentes de Grand Slam en el circuito femenino. En el masculino, sólo siete.
En todas esas dudas no sorprende que la carrera de Muguruza haya estado marcada por los dientes de sierra, por un perfil que recuerda a la silueta de una gran ciudad, con rascacielos seguidos de grandes caídas. Entre todos esos vaivenes, a la hispano-venezolana siempre le han sentado bien los cambios en su cuerpo técnico. Cuando rompió una relación de cinco años con Alejo Mancisidor en 2015 lo hizo tras llegar a su primera final de Grand Slam en Wimbledon. Con Mancisidor, quien se marchó «por diferencias» y porque sus valores ya no le hacían creer en el proyecto, dio a conocer su nombre en el circuito en aquel Roland Garros 2014 en el que eliminó a Serena Williams. Una vez rota la relación con el entrenador español, apenas pasaron unos días hasta que firmó a Sam Sumyk, y la unión con el francés fue la más fructífera de su carrera.
A su lado conquistó Roland Garros 2016 y se coló entre los mejores puestos del ranking. No es que su juego cambiara en exceso, sino que sus mejoras venían por la motivación. Cuando no se siente atraída por un reto es complicado que Muguruza dé su mejor nivel. Por eso los Grand Slams son su mejor territorio y por eso, a sus 26 años, apenas acumula siete títulos en su palmarés.
Pero la relación con Sumyk también estuvo cargada de sinsabores. Aquel Wimbledon en 2016 al que llegó defendiendo semifinales y perdió a las primeras de cambio o su incapacidad para adaptarse a Nueva York, el grande que históricamente peor se le ha dado. Además, decenas de desencuentros en pista, con gritos y reproches que servían para alimentar los vídeos y noticias en redes sociales. Para sanarlo, apareció Conchita Martínez.
La de Monzón fue una solución temporal en el verano de 2017, al tener que ausentarse Sumyk de Wimbledon por un asunto familiar. Era un momento complicado en la carrera de Garbiñe Muguruza, puesto que se había derrumbado unas semanas antes en París al no aguantar la presión de defender su título. Las lágrimas de aquel día en la arcilla francesa se las enjugó con el triunfo en Wimbledon. Su segundo Grand Slam, con Conchita en la grada, y que anticiparía un número uno del mundo que llegó meses después y con el que Muguruza tocó techo.
A partir de ahí, con Sumyk de vuelta, Conchita de asesora puntual y con mucho que defender, comenzó el gran vacío en la carrera de la española. 2018 y 2019 fueron horribles. Unas semifinales en Roland Garros 2018 fueron su mejor resultado en los grandes. Se llevó apenas un par de títulos menores en Monterrey y cayó hasta el puesto 36 del ranking.
Tocó fondo tras perder en primera ronda de Wimbledon 2019. Ahí se hizo ya urgente la necesidad de un cambio. Ella lo rehuía. «No quiero hablar de ello», respondió seria después de naufragar en aquella tarde de verano. Pero sólo pasaron unos días hasta que anunció que dejaba de trabajar con Sumyk y que se avecinaban cambios.
Tras unos meses de reflexión, Conchita Martínez volvió al equipo, ya como entrenadora principal y permanente. Semifinales en Shenzhen, cuartos de final en Hobart y final en el Abierto de Australia. El paisaje de Muguruza avista ahora rascacielos. Habrá que comprobar si está preparada para cuando lleguen los picos más bajos.
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