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Si los japoneses todavía no dominan el mundo es porque no se lo han propuesto o porque no han recibido órdenes en este sentido. Desde que estoy aquí me doy cuenta de que han inventado el sistema perfecto de dominación: son extremadamente educados, dulces como ... mermeladas andantes, suaves y tranquilos, amables, ordenados... y ferozmente inflexibles. A las dos semanas de estar aquí uno deja de discutir con ellos porque sabe que toda batalla está perdida de antemano y asume con fatalidad sus designios: si no se puede entrar, no se puede entrar y no hay más que hablar. Uno puede discutir, enseñar papelotes, alzar la voz, suplicar, ponerse de rodillas, exigir la presencia del emperador, llamar a la embajada, comprar regalos para los hijos del voluntario, hacerse el simpático, bramar en arameo... pero solo recibirá por respuesta una sonrisa, unas reverencias y un «no» cada vez más compungido e irremediable.
Solo en una ocasión conseguimos vencer la numantina resistencia de un voluntario. Eran las dos de la mañana. Habíamos terminado muy tarde, no recuerdo por qué, y salíamos del centro de prensa para ir al hotel. Nos dijeron que a partir de esa hora los autobuses oficiales ya no funcionaban. Había que coger un taxi. Pero los periodistas acreditados solo podíamos montarnos en taxis especiales, que se diferencian de los demás en que llevan un cartelito. Diez o doce personas estábamos en la parada y nosotros cuatro -Igor, Emilio, Pablo y yo- íbamos a compartir uno. Había ocho taxis disponibles, pero ninguno tenía cartelito.
A las dos y veinte de la madrugada nos empezamos a impacientar: ocho taxis libres pero sin cartelito, diez pasajeros ansiosos, cansados y soñolientos esperando, y el voluntario con su palito fluorescente dirigiendo un tráfico inexistente. Comenzó entonces el motín, que alcanzó medianas proporciones. Los taxistas, al otro lado de la acera, miraban atónitos pero pacientes, como congelados en su estupor hasta que alguien les diera órdenes de acoger a esos pobres periodistas menesterosos que los miraban con un deseo casi carnal. Diez minutos después, al ver que los vehículos con el cartelito no llegaban y que el griterío y las quejas arreciaban, el voluntario aceptó a regañadientes que los otros taxis nos acogieran.
El hombre se quedó hundido, abochornado, humillado. Había incumplido una orden.
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