Tal vez ustedes no sepan que en todos los grandes acontecimientos deportivos hay un espacio, llamado 'zona mixta', en el que los periodistas pueden abordar a los deportistas todavía sudorosos nada más terminar su competición para preguntarles lo de siempre y que contesten lo de ... siempre. Les aclaro todo esto para indicarles que mi relación con las zonas mixtas es cuando menos complicada. Deben comprender que he visto muchos más partidos de Tercera que de Champions y en esos campos de Dios no hay zonas mixtas ni nada, tan solo algún benéfico bar con cafés, cervezas y bocadillos de chistorra. Si uno quiere hablar con alguien, se le acerca a las bravas, le echa un silbido, le pregunta y santas pascuas.
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Pero en la espuma del mundo todo es más complicado, ya ven ustedes lo de Biles y hasta lo de Djokovic, que va de gallo por la vida pero también le entró un yuyu hace años. El caso es que el otro día, cuando me tocó ir al boxeo, bajé a la sala mixta. Seguí obedientemente unas flechitas que ponían 'mixed zone'. Aparecí en el planta baja, la recorrí entera siguiendo los carteles impresos y acabé en un almacén con dos operarios japoneses que me miraban estupefactos, como si acabara de aterrizar en su habitación con un platillo volante. Cuando les pregunté, con mi inglés ferruginoso, por la zona mixta, abrieron los ojos desmesuradamente, farfullaron dos o tres frases incomprensibles y me hicieron una reverencia, por lo que comprendí que me tomaban por alguna divinidad sintoísta que se les hubiera aparecido.
Me hubiera gustado quedarme con ellos a ver si me encendían palitos de incienso, pero el boxeador se me iba a escapar si no me daba prisa. Volví al punto de partida y descubrí que había el mismo cartel ('mixed zone') en dos sitios diferentes: uno marcaba a la derecha y otro a la izquierda. En Japón tengo con frecuencia la sensación de que en cualquier momento va a salir un tipo con flores a decirme, con gran aparato de fanfarrias, que estoy participando en la gala 'Inocente, inocente'. Tuve que decidir y, como me suele suceder, me fui al lado equivocado. Por allí no pasó nadie y, después de unos minutos, me marché silbando para disimular. ¡Cuánto mejor me hubiera quedado recibiendo exvotos y plegarias de esos operarios japoneses tan ceremoniosos!
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