Cuando empecé en el periódico, meterse en la redacción suponía adentrarse en un universo brumoso, turbio, en el que humos de diversas tonalidades formaban una especie de cielo artificial, con sus nubes caprichosas que se movían perezosamente. Ni siquiera estaba extendida la costumbre de la ... ventilación, como si las noticias fueran organismos extremófilos que solo crecieran en aquel ambiente imposible. A los que no fumábamos, los veteranos nos miraban como mozalbetes paniaguados de los que no se podía esperar ni una exclusiva medio decente.
Si mis antecesores vieran hoy el gigantesco centro de prensa de los Juegos Olímpicos pensarían que toda esa gente ni es periodista ni es nada: ni un cigarrillo, ni un puro, ni una pipa, ni ceniceros atestados de colillas. ¡Ni siquiera venden cervezas en las maquinitas! Más aún, todavía no he visto a nadie llevando escondida en la mochila una petaquita de whisky o de pacharán por si aprieta la sed. Hace cuarenta años, nos hubieran echado del oficio con cajas destempladas, conminándonos a que nos buscásemos la vida en alguna notaría o en el registro de la propiedad.
Las cosas han cambiado tanto que en el centro de prensa no se puede fumar ni al aire libre. Han acotado un jardincito rodeado de setos al que solo pueden acceder seis personas, una por cenicero. Por las tardes, después de comer, los fumadores forman una larga fila india, con los cigarrillos y los mecheros en la mano, aguardando nerviosamente el momento en que quede libre una plaza. Se les ve ansiosos, mustios, reconcentrados, quizá también algo abochornados, con cara de estar a punto de pedir folletos de Proyecto Hombre.
Ayer los estuve observando por la cristalera del comedor mientras me comía una anguila a la plancha. Es un espectáculo muy entretenido. En la cola había orientales, europeos, africanos..., como componiendo uno de esos anuncios tan vistosos: United Addicts of Benetton. Aguanté un cuarto de hora a que les tocara el turno a dos venerables cubanos con edad de haberle lustrado las botas a Fidel en el cuartel de la montaña. Tenía la secreta aspiración de que, cuando les tocara el turno, desenfundasen un buen habano y se entretuviesen cuatro horas soltando con lentitud y voluptuosidad ese humo denso y pastoso, ya tu sabe, para desesperación de los que seguían en la fila. Sin embargo, cuando entraron y pillaron cenicero, se encendieron un triste cigarrillo.
Casi nada es ya lo que era.
Comentar es una ventaja exclusiva para registrados
¿Ya eres registrado?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.