Pero créanme que esto no lo hago por los beneficios que sin duda obtendré tras publicar este artículo y menos aún por la leche de camella, que debe ser muy pringosa y maloliente, sino por puro respeto a la verdad. A riesgo de que el Ministerio de Igualdad me abra expediente informativo, debo confesarlo: el otro día maldecí no ser mujer en Qatar. Volvía del estadio Al Bayt, que está donde Mahoma perdió el mechero. Eran las dos o las tres de la mañana. Al centro de prensa llegaron seis o siete autobuses cargados de periodistas ojerosos y maldicientes. Éramos, por decirlo en términos estrictamente biológicos, unos doscientos machos y cuatro o cinco hembras.
Por esas cosillas pudibundas que tienen los jeques, las policías mujeres no pueden pasar el escáner a los periodistas varones, y eso que pueden ustedes imaginarse que el rozamiento tiende a cero y tampoco hay precisamente un apremiante deseo carnal en nuestras miradas extenuadas. De esta manera, la fila de los hombres alcanzó pronto dimensiones culebreras mientras que las pocas chicas presentes pasaron los controles en un pispás. Las policías mujeres se sentaron y se quedaron mirándonos bostezantes pero en absoluto erotizadas, con lo que los clérigos podrán dormir tranquilos.
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