Luis F. Gago
Miércoles, 18 de mayo 2016, 09:27
Se encontraron en el St. Jakob Park dos equipos que nunca habían perdido una final de la Copa de la UEFA, ahora llamada Liga Europa. Por un lado un equipo con cinco Copas de Europa incluidas. Por el otro, una plantilla hecha para entrar en ... la historia del fútbol. Era el duelo para saber si el Liverpool, que jugaba como local, iba a igualar la gesta sevillista con cuatro títulos de esta competición, o bien si por el contrario los andaluces se atrevían a ampliar su leyenda. De ahí que ambos se tantearan. Colocaron a los hombres secundarios sobre el tapete cual partida de ajedrez que se antojaba larga para no dar a conocer las mejores cartas al rival.
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En ese juego de máscaras de ocultación, el Liverpool, con un ritmo alto y una presión asfixiante era una máquina de dejar sin aliento al Sevilla, que solo podía parar el tempo del encuentro cuando le dejaba el contrario. Carriço pudo haber cometido penalti en la primera acción, aunque acertó el colegiado al no señalarlo al ser una mano involuntaria del portugués. No hubo tanta suerte cuando Sturridge sacó su pierna transformada en cañón para marcar el primero de la noche. Un tanto que dejó tocados a los sevillanos, que pudieron irse con la final sentenciada en la primera parte y solo el buen azar lo evitó.
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Llegados al ecuador de ese duelo táctico entre Klopp y Emery, que ganó en primera ronda el alemán de manera clara los protagonistas estuvieron en el graderío. Ahí se jugaba otro tipo de batalla. Los británicos nunca estuvieron solos. El Liverpool pidió 10.000 entradas y se presentaron 20.000 en Basilea e incluso hubo quien viajó previamente a Sevilla a adquirir la suya a precio elevadísimo. Eso supuso la nota negativa de una gran final, porque la policía suiza tuvo que intervenir por peleas entre aficionados. Del bando andaluz solo eran 6.000, pero tronaron desde que el equipo saltó al césped como si fueran un grupo reducido de espartanos al borde un precipicio esperando contener a un enemigo mayor. Ya se sabe, «dicen que nunca se rinde», al menos así lo dictan las lenguas antiguas de la entidad de Nervión desde hace más de 100 años. Eso es lo que le dijeron a los suyos cuando se marchaban hacia los vestuarios.
Quizá fue ese aliento, que resonó por el estadio como un susurro hermoso y entonado al que agarrarse cual clavo ardiendo por parte de una hinchada pesimista por naturaleza, lo que provocó que a la vuelta Gameiro anotara el empate tras una gran jugada personal de Mariano que cogió fría a la defensa inglesa. Las tablas en el marcador insuflaron ánimos a un equipo que estaba muerto en la primera mitad y resurgió en la segunda.
Desde Vallecas con amor
A los campeones de corazón no se les puede dejar vivos. O se les remata cuando hay oportunidad o acaban buscando a algún protagonista inesperado para ganarse la gloria. Ese secundario, de los que contaban como un peón en la partida de ajedrez inicial, surgió. Coke, un hombre de Vallecas, con la humildad por bandera, marcó en menos de diez minutos dos tantos que hizo gritar hasta al Giraldillo que corona la Giralda porque veía que la ciudad que apadrina volvía a ser el centro del mundo. Dos tantos que salieron del alma, sobre todo el primero con un trallazo. El segundo fue de listo. El 1-3 provocó cambios, tensión, faltas, pérdidas inesperadas en el Liverpool. No era el mismo de los primeros 45 minutos.
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A los ingleses le aparecieron todos los fantasmas de sus pesadillas del pasado. Como su última final en la UEFA contra un equipo español, en 2001, cuando la ganó ante el Alavés tras remontar. O su última Copa de Europa ante el Milan, también remontando. Ahora esos enemigos del pasado se unieron en la mística de Basilea para favorecer darle la vuelta al marcador en favor del equipo español. Cuando el sueco pitó el final las lágrimas corrieron por las gradas, por Sevilla y por cualquier punto del planeta donde se gritó que la quinta no fue un sueño. El Sevilla buscaba en Basilea la eternidad y encontró la inmortalidad.
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