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Como una película o una novela, el fútbol es una especie de drama en el que se escenifican algunas de las pasiones que el hombre ha recreado una y mil veces bajo muy diferentes formatos expresivos. El aficionado normalmente no ha leído a Homero, pero ... sí ha visto en el cine a Braveheart, de tal manera que está familiarizado con los asuntos de la épica. Nos emocionamos con la increíble audacia y valentía de unos bárbaros liderados por William Wallace que luchan por su libertad frente a la precisa maquinaria de opresión de Eduardo I de Inglaterra. E igualmente nos gusta, en la Eurocopa, ver ganar a los suizos frente a los franceses. En última instancia suponen diferentes versiones de un tópico que también se recoge en la Biblia: la lucha entre David y Goliat.
Suiza es un país pequeño con ocho veces menos habitantes que Francia. Para los españoles es la tierra de Heidi, el chocolate, los relojes y el esquí. El país galo, por el contrario, es una potencia mundial en todos los ámbitos, incluyendo el fútbol. En la guerra normalmente el débil sucumbe, lo que despierta nuestra simpatía por el perdedor que lucha sabiendo su trágico destino. Ahí están los 300 espartanos dejándose la vida para detener a los persas en la batalla de las Termópilas. Pero en el fútbol, el poder no lo es todo. A diferencia de lo que ocurre en otros deportes (el tenis o el baloncesto, por ejemplo), en el fútbol un Segunda B como el Alcorcón o el Irún puede apear de la Copa del Rey al mismísimo campeón de Europa, el Real Madrid. El azar juega un importante papel: basta que el palo de mi portería parezca ese día un imán para los disparos de los contrarios o que, aunque mi equipo sea peor, la suerte se alíe con nosotros en la única jugada de peligro que seamos capaces de crear en todo el partido.
En el Francia-Suiza la mayoría de los aficionados españoles apoyó al país alpino. Se podrá argumentar que, dado que del partido saldría el próximo rival de España, el aficionado deseaba la victoria de los que, en teoría, resultaban más asequibles. Es una razón instrumental, estratégica. Pero en el fútbol predominan las razones emocionales. Algunas son históricas: como suele ocurrir con los vecinos, los españoles y los franceses han tenido durante siglos infinidad de desencuentros. Quevedo y otros escritores de su época ya denigraban al «gabacho». Cuando España era la mayor potencia de Europa, los franceses nos tenían por altivos y orgullosos. Hoy, el estereotipo pinta al francés de chauvinista.
Pero más allá de las enemistades históricas, nos identificamos con Suiza contra Francia porque consideramos que –como el Quijote– hay que alinearse con el que tiene todas las de perder. Y más aún nos gusta verles ganar porque nos da la sensación de que en la vida no todo está escrito de antemano y que cualquier cosa es posible. Vibramos con la victoria de un país del tamaño de Extremadura y nos alegramos del penalti errado de Mbappé porque necesitamos creer que el poderoso no siempre gana, que los ricos también lloran y que los multimillonarios y famosos Pogba, Griezmann, Mbappé y Benzema no fueron capaces de doblegar a una panda de desconocidos, que lograron la gesta porque pusieron empeño y fe, algo al alcance de cualquiera de nosotros.
Uderzo y Goscinny inventaron la aldea de irreductibles galos que se alzaban valerosos y desafiantes contra la Roma imperial y colonialista. Pero en el Francia-Suiza fueron dos jugadores helvéticos -Seferovic y Sommer-, quienes se disfrazaron de Astérix y Obélix, el primero para meter dos goles y el otro para parárselo a Mbappé.
Cuatro días más tarde, España tuvo que esperar a la tanda de penaltis para someter a Suiza, quien se defendió como gato panza arriba, jugando con uno menos desde el minuto 76 por una tarjeta roja cuanto menos discutible. Durante la prórroga, Yann Sommer lo paró absolutamente todo. Incluso le detuvo un penalti a Rodri en la ronda final.
Esta vez nos tocó ganar. En la suerte suprema. Pero fue el portero helvético quien nos volvió a recordar por qué este deporte nos emociona.
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