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Hay algo en el seno de la Cultural y Deportiva Leonesa que provoca una especie de colapso interno en sus entrenadores. No es broma. A su escala, se trata de un 'miedo escénico' que oprime el pecho, acelera el corazón y nubla la vista.
Y no es extraño que suceda. La Cultural, la entidad, siempre ha viajado con el saco de las urgencias desbordando. Hubo un tiempo en el que sumaba a sus necesidades históricas la propia carga de una entidad maltrecha y dolorida, agudizada por sus vértigos y sus propios procesos autodestructivos.
Ahora ese capítulo de urgencias sigue siendo igual de plomizo, con un escenario notablemente mejorado por la saludable presencia de Aspire, pero disparado por el propio ejercicio en el que se encuentra: el anhelado centenario.
Resumen: las urgencias siguen siendo igual de numerosas, pero el momento las agudiza. Un siglo de vida es un siglo de vida y la bola de nieve se hace más y más grande.
En ese complejo escenario se mueve hoy Eduardo Docampo, un tipo entretenido para la clase periodística pero poco hecho para vivir un momento tan especial desde el banquillo. Y más para este banquillo, tan sumamente intenso, tan abocado al vértigo, tan cargado de necesidades.
Ese escenario tan colvulso, tan propenso al manicomio, solo ha sabido ser manejado en los últimos años por Rubén de la Barrera, técnico singular, personaje atípico, entrenador perteneciente a un estrato poco sometido al entorno hasta el punto de resumir toda la carga extra con la misma simpleza de Vujadin Boskov: 'Futbol es fútbol' y la Cultural es la Cultural. Sin más.
De la Barrera hizo todo lo que el fútbol requiere: orden, criterio, una pizca de rebeldía y poner en el campo a los mejores (los mejores, que no los que mejor entrenan). ¿Y presión? La del partido, exclusivamente.
Hoy Docampo está a un tris de entrar en la locura, de lanzarse al ring con la prensa y el entorno, de enredarse en cuestiones de medio pelo, de caer en la cabezoneria, e incluso de creer con fe cristiana que el fútbol va más allá de la propia frase de Boskov.
Si Docampo simplifica todo, si reduce todo a la esencia, convendrá que el problema tan solo es uno: tiene que construir un equipo para ganar. Y esa es su única misión.
El resto, distraerse matando moscas, solo le convertirá en un técnico atomizado, un figurante, un elemento pasajero para la historia de una gran entidad deportiva. Él decide, pero el tiempo le apremia.
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