Cavendish celebra una nueva victoria de etapa.
14º etapa

Cuatro dedos de Cavendish y uno de Degenkolb

Antes de que vuelva la montaña, el británico firma un póquer de victorias y el alemán se aleja de su atropello

J. Gómez Peña

Sábado, 16 de julio 2016, 01:41

Mark Cavendish es una sombra escurridiza. Se pega a Kittek, tan alto y tan rubio. A 150 metros de meta del Parque de los Pájaros la sombra echa a volar, rebasa a Kittel y le suelta un bandazo innecesario. Rápido y peligroso. Es la marca ... de Cavendish, que vuelve a ganar. ¿Cuántas etapas lleva? Treinta desde que debutó en el Tour -a cuatro de la plusmarca de Merckx- . ¿Y cuántas en esta edición? Contesta su mano levantada: cuatro dedos. Es el número del día.

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Al cuarto en meta, el alemán John Degenkolb, sólo le funcionan cuatro dedos de la mano zurda. El quinto le quedó colgando una fría tarde febrero en Calpe, cuando una conductora inglesa arremetió contra media docena de corredores del equipo Giant. Un grito. Y de repente en el suelo. Conmocionado. Con tanto dolor que ni sabía localizarlo. Se palpó la cabeza, las piernas... Algo no iba. Entonces lo vio. Le colgaba, casi seccionado, el dedo índice de la mano zurda. Se desmayó. El doctor Pedro Cavadas, conocido por darle la vuelta a las amputaciones, le cosió el trozo tajado. Desde entonces lleva una prótesis que mantiene rígido ese dedo. Como si hiciera el gesto de una pistola. Así corre. Así, tras meses de rehabilitación y dudas, ha vuelto a meterse en el fragor de un sprint. Aún no tiene los mismos dedos que Cavendish, pero el vencedor en 2015 de la Milán-San Remo y la París-Roubaix ya apunta de nuevo con su mano pistola.

Que todo se iba a decidir por cuestión de dedos ya se sabía en la salida de Montelimar. El viento, la cola del mistral que tanto ha castigados estos días a pesos pluma como Quintana y Purito, silbaba esta vez en contra. Freno invisible pero eficaz. Este Tour danza al ritmo caprichoso del aire. En 34 años que llevo aquí nunca había soplado tanto tiempo, constata Eusebio Unzúe, incapaz de domar su flequillo. En Montellimar tiene un consuelo. El aire no sopla de lado. Eso relaja. Esta etapa es su regalo, agradece Froome, líder total al que Quintana y Valverde pondrán a prueba en las inminentes montañas del Jura. Con el viento en contra te aburres. No pasan los kilómetros, apunta Purito, también feliz con el cambio de aires que se nota en Montelimar.

En esta ciudad del valle del caudaloso Ródano convenció Óscar Pereiro a sus compañeros de fuga en 2006 para que sacaran cuanto más tiempo mejor. Cuatro. Cuatro fueron sus aliados: Quinziato, Voigt, Grivko y Chavanel. Así él, gallego listo, se volvía a meter en la pelea por un Tour que acabó en su palmarés. En Montelimar lo empezó a ganar. Diez años después y con el viento como oposición, un ingeniero francés, Jeremy Roy, se juntó con Elminger, Howes y Benedetti para escribir la historia de otra fuga. A cuatro manos. El final llegó antes que la meta. El viento les mantuvo con el agua al cuello todo el día. Roy y Elminger, los más resistentes, se saludaron a cuatro kilómetros del Parque de los Pájaros. Se dieron la mano. Despedida.

Detrás, el sol le sacaba reflejos a las uñas de los guepardos. Los velocistas: Cavendish, al que ya creían viejo. Kittel, el joven que parecía haberle jubilado. Kristoff, romo en este Tour. Coquard, al que apodan el gallo, siempre desplumado. Sagan, omnipresente y con más posibilidades que una navaja suiza. Y uno que al fin volvía a esa jauría: Degenkolb. Tres días antes de ser atropellado este invierno en Calpe, había acudido a Roubaix, a la duchas del viejo velódromo para colocar la placa con su nombre. El privilegio de los ganadores. Alemania conocía al heredero de Josef Fisher, el primer vencedor de la París-Roubaix, en 1896. Degenkolb se había enamorado de esa carrera de piedra cuando vio en la televisión de un bar francés cómo la ganaba el belga Tom Boonen en 2008. Flechazo.

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Siete años después, el ganador era él. Su nombre quedaría para siempre en las duchas. Junto a las leyendas grabadas en los adoquines. Pero no ha podido defender su título este año. El atropello de Calpe le dejó un dedo colgando. Pasó por quirófanos de Calpe, Valencia y Alemania. Un velocista necesita todos los dedos. En los útimos 500 metros también se pedalea con los puños. Tuve que aprender de nuevo a frenar y a cambiar de marcha. Perdí todos mis automatismos, recuerda. También le modificaron las manetas del manillar. El índice izquierdo, el que apunta tieso, no funciona aún. Estorba. Cuando controló el efecto psicológico que deja un incidente así y superó parte de las secuelas físicas, se presentó el 2 de mayo en una clásica alemana. Sólo pretendía ser otra vez ciclista. No llegó a la meta, pero se fijó un reto: el Tour. Es ciclista porque lo fue su padre, que rodó en la Alemania del Este, y porque soñaba con ser como Jan Ullrich y vestir aquel maillot magenta del equipo T Mobile. No podía rendirse por un dedo.

Y se atrevió, con su mano metida en la cartuchera, a saltar al ruedo del sprint que alborotó el Parque de los Pájaros de Villars les Dombes. Revuelo. Plumas sueltas. Kittel lanzado por la derecha. Su sombra, Cavendish, saca los espolones y le pega el tiro de gracia tras un bandazo sin sentido. Kristoff y Sagan no llegan a esa altura. Cavendish y su cara de pillo llevantan cuatro dedos. A uno por etapa recogida. A su espalda, el cuarto, Degenkolb nota que cada vez le faltan menos dedos para que la mano que festeja los triunfos sea la suya. A los velocistas les toca ahora descansar. Vuelve la montaña, la del Jura, la subida al Gran Colombier y, sobre todo, el descenso hasta la meta. Otro tipo de vértigo.

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