Sergio Scariolo entró en la sala de prensa del actual Fernando Buesa Arena en el verano de 1997 para que el Baskonia lo presentara como el nuevo entrenador del equipo. Y se oyeron interjecciones más bien admirativas ante la pinta del recién llegado. Ahí estaba ... la representación humana del italiano. Un tipo repeinado con fijador, vestido de traje y corbata de nudo generoso. El aspecto impoluto de cuanto se atribuye a los hombres de su país. Tenía entonces 36 años y ganas de ararse una carrera a base de surcos profundos. Y como había mucha sustancia de baloncesto dentro de esa cáscara estética, el natural de Brescia lo ha logrado de manera sobrada.
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Antes de navegar en el mar extenso de sus virtudes solicito el permiso para comentar otros aspectos de su personalidad. Sergio alimenta, quizá más entonces que ahora, un ego justificado en función de sus vastos e indiscutibles conocimientos. Los mismos que escruta en sus interlocutores para saber si entienden las nociones más que mínimas, o no, sobre el deporte que le apasiona. Su sacerdocio profesional, su razón de ser hasta –incluso– emparejarse. Y habrán comprobado también por sus declaraciones públicas que acostumbra a vendarse antes de que le sangre la herida. Un escudo preventivo frente a euforias infundadas, una forma de explicar la imposibilidad de cambiar duros a cuatro pesetas.
Pero en su última vuelta de tuerca, la impensable clasificación para la final del Eurobasket tras la despedida de una generación que encarnaba un pretérito perfecto, viene a desmentir esa tesis. En realidad ha obrado el truco del trilero. A Scariolo le dan unas varillas desvencijadas –con todo el respeto para los soldados que instruye– y se siente capaz de armar un paraguas. Exactamente lo que ha hecho con un grupo tierno e inexperto –en buena parte– para retos mayúsculos, donde casi dos tercios de sus componentes no se habían visto en otra circunstancia parecida.
La columna del 'haber' en el preparador italiano ocupa el tamaño de un folio, mientras que la del 'debe' apenas rellena una servilleta. Se trata de uno de los mejores estrategas conocidos con la pizarra en la mano, ese objeto que convierte en un tablero de ajedrez sobre el que adivina los movimientos de cada pieza. En este baloncesto moderno que santifica la defensa individual hasta asumirla como un monocultivo y desprecia otras variantes de contención, Sergio reivindica el valor de los señuelos y de las trampas. Ante Alemania desplegó afluentes zonales con Rudy en el centro avanzado y consintió algunos espacios de seguridad a cambio de que la feroz defensa de Alberto Díaz contuviera el caudal hasta entonces inabarcable del veloz y vertical Schröder.
Ya en plena madurez, el seleccionador del combinado español y marido de la exjugadora Blanca Ares mantiene las cualidades que le distinguen desde su aterrizaje en la ACB por la puerta de Vitoria. Se trata de un hombre muy trabajador, metódico y detallista que prepara los partidos a plena conciencia. Odia los cabos sueltos, prefiere que las alteraciones del rival le pillen avisado. Y crea un buen clima laboral porque conjuga en serio el verbo 'delegar'. De esta manera riega la autoestima de sus colaboradores, como manifestó en su día a quien esto escribe Josu Larreategui, ayudante en el cuerpo técnico baskonista de su primera etapa.
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De entre las mejores flores que pueden dedicarse a un equipo figura en primera línea la identidad. Y los conjuntos de Scariolo la tienen, basada en el rigor con licencias, para crear el buen baloncesto y un gen competitivo indudable. A pesar de ese afán suyo por las tiritas previas al rasguño, el táctico de Brescia cuece por dentro su ambición. Una liga italiana, dos ACB (Real Madrid y Unicaja) y otras tantas Copas (Baskonia y la entidad malagueña) en sus labores de club. Pero donde este asistente de los Raptors (NBA) ha estallado el arsenal de su pirotecnia es al frente del combinado español. Al que ha conducido, de nuevo y con su empeño en nacionalizar por la vía del decreto perentorio a Lorenzo Brown, a un territorio esta vez inaudito.
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