La muerte en Granada es otra cosa. Morir, el hecho de perder la vida, es triste y tajante y circular, como en cualquier otro sitio. Pero la muerte, lo que queda en el aire, el drama que sucede alrededor y las ondas que provoca en ... la vida de cualquiera -o en la vida, así, sin más-, es otra cosa en Granada. Uno sube a un tanatorio, llora, se desfonda y, luego, reinventado y reescrito y refundado, baja atravesando la Alhambra. Ese paseo es, quizás, la poesía más vitalista de mi ciudad. Los altos árboles parece que hablan y te dicen cosas como «sigue, que tú te quedas» o «frótate los ojos, que esto es bello».

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El otro día fui a despedir a un amigo, al cementerio de Granada. Al padre de un amigo, en realidad, que es un poco como decir amigo dos veces. O padre dos veces. Esos días -cada vez más comunes, malditas canas- me gusta bajar andando, para pensar. Y pensé. Esta semana vimos una de las muertes más emocionantes que nos ha dado la televisión. Emocionante en su sentido más amplio, complejo y contradictorio. La muerte de un hombre viejo, en la cama. Sin espadas al aire, discursos épicos, dragones silbando ni música estridente. Solo un hombre viejo que se va.

Morir también es un motivo para celebrar lo pasado, que no es lo que ya no existe sino lo que efectivamente existió. Y si existió, existe y existirá, como el 'Yesterday' de los Beatles. Las muertes que más nos importan siempre suceden en el penúltimo capítulo, en el 9, y lo hacen por un tema de estructura, de guion. Porque las historias, como la vida, no pueden terminar en la muerte. O, al menos, eso es lo que pretendemos los que nos quedamos aquí. En fin. Que cada uno llore su parte y que las lágrimas caigan en orden. Y que ojalá haya sol cuando llegue la hora, por encima de la Alhambra, o, por lo menos, que llueva en silencio.

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