Jorge Fernández Díaz
Jorge Fernández Díaz
¿Cuánto sabemos de nuestro padre?. Esa es la pregunta crucial de 'El secreto de Marcial', la novela con la que Jorge Fernández Díaz (Buenos Aires, 64 años) se ha convertido en el octogésimo primero ganador del Premio Nadal. En las librerías el 5 de febrero, es una ficción a caballo entre Buenos Aires y Asturias en la que este hijo de asturianos que abandonaron con lo puesto una España miserable recupera a esa generación de 'gallegos' «que se desvanece». Analista político y veterano periodista y narrador, está en el punto de mira de Javier Milei, presidente argentino «que lo más suave que dice de mí es que soy un imbécil».
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«Esta novela era una asignatura pendiente», reconoce el también autor de 'Mamá', donde desveló hace más de dos décadas todo sobre su madre. «Entonces Marcial fue un capítulo nada más, pero sabía que no era solo un personaje secundario», dice el autor que desvela ahora los muchos enigmas de «un hombre duro, no entrenado para la relación amorosa y la comunicación, de esos a los que tanto les cuesta comunicarse con sus hijos».
«Mi padre dejó que mi madre fuera la 'prima donna' de la casa. Cuando escribí 'Mamá' creía saber mucho de mi madre, pero tras 50 horas de entrevistas con ella comprendí que no sabía casi nada», admite. De su padre sabía «que tenía una o varias vidas secretas a las que yo no podía acceder y que estaban esperando». Cuando investigó su vida «nada fue lo mismo». Murió en 2005 «convertido en una especie de fantasma literario» que desentraña en esta novela «que ha sido todo un desafío».
El cine fue el único nexo entre padre e hijo. «Veíamos juntos las viejas películas de Hollywood que cambiaron nuestra forma de ver, de sentir el amor, el odio, los olvidos y las muertes». «Muchas cosas que mi padre pensaba sobre 'Gilda', 'Mogambo' o 'Lo que el viento se llevó' formaron parte de una educación sentimental indirecta», asegura.
Su distanciamiento se agravó cuando su padre supo que quería ser escritor. «Me dio por perdido. Creyó que quería ser un holgazán», confiesa. «Luego empecé en el periodismo y entonces creyó que era pura bohemia. Confirmó entonces que yo era un vago y estuvimos siete años sin hablarnos», explica.
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Sin ese distanciamiento «este libro no existiría», afirma. «Su desafío fue muy formativo para mí. Si mi padre me hubiera alentado a ser escritor hoy no estaría hoy aquí. Su desdén es lo que me construyó», asegura Fernández Díaz con el trofeo del Nadal en sus manos. «Las novelas se crean con las frustraciones. Mi padre me puso una de esas fronteras que me impulsaron a escribir», agrega. «Fue una relación áspera y dolorosa, pero la misma literatura que nos separó fue lo que nos unió de nuevo», se felicita.
Su novela también trata sobre los españoles en Argentina, «una comunidad impresionante que quedó atrás». «Hay gente de más de noventa años y se va extinguiendo. Fue tremendamente caudalosa, una comunidad bravía, con su propia forma de vida y que se perderá con el tiempo si no se narra. Y esta novela la cuenta», se ufana.
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El grueso de la historia transcurre en una Buenos Aires muy distinta a la actual en la que se produce su indagación familiar. «Buscando los secretos de este hombre tan enigmático, la investigación me condujo a Asturias, donde comenzó todo. Es el origen de todos los misterios», señala este narrador cuyo Macondo está en Almurfe, una pequeña aldea asturiana donde nació su madre, Carmen Díaz.
Después de 45 años de periodista y 55 de escritor ya no sabe «cuánto hay de cada cual en mí». «En el periodismo buscó el rigor absoluto. Jamás lo mezclo con la ficción, pero procuro que escribir sea una obra de arte», dice. «En literatura me ayuda haber sido tantos años reportero de sucesos, haber visto de cerca el poder, la trastienda del mundo, me ha dado una mirada sobre la vida pero no me he quitado la ternura», se felicita.
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«Eso es crucial para un periodista, que es como un cirujano que que después de todo lo que ha visto ni ya no cree en casi nada. Estamos más preparados para la sorna, la dureza y el cinismo que para la ternura», asegura. «Se trata de ver con ternura qué somos los seres humanos; podemos ser los animales más peligrosos del planeta y a la vez seres de una una sensibilidad formidable. Pero cuanto más nos amamos más fácil es herirnos».
«Gracias por no haberme preguntado por Milei», dice con una sarcástica sonrisa este respetado comentarista político del diario La Nación a quien el estrafalario presidente argentino de la rugiente motosierra tiene entre cejas y ceja. «Se ha referido ya unas cuantas veces a mi y lo más suave que ha dicho es que soy un imbécil», concluye
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Sus padres llegaron hace casi un siglo «a un país muy próspero que desde principios del siglo XX era la octava economía mundial con una enorme y pujante clase media». Él viajó a España por primera vez en barco en 1969. «Los españoles hicieron lo que pudieron para buscarse la vida. El epicentro de los españoles eran los clubes 'gallegos'. Yo me pasé la vida en el centro asturiano de Buenos Aires, que era un pueblo gigantesco donde los paisanos, cuando no había Google y no había nada, hacían apuestas sobre la distancia de Mieres a Oviedo o a Madrid», rememora. «Vivían en una patria ficticia añorando la que habían perdido y no recuperarían jamás», dice del Buenos Aires que recrea su novela.
A finales del siglo XX «España iba subiendo y nosotros íbamos cayendo. teníamos una pobreza noble». «Cuando las cosas empezaron a funcionar bien en España, la Transición fue un modelo para nosotros, algo con lo que quizá hoy muchos españoles no estarán de acuerdo. Fueron quince años de gloria ejemplares que intentamos vanamente seguir», lamenta. «Entonces veíamos a un español como un argentino que había triunfado», dice reconociendo que «heredamos el cainismo de los españoles y la transgresión de los italianos»
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