A los 18 años descubrí a Leonard Cohen -y lo descubrí como novelista, no como cantante-. Yo estaba mirando saldos en un local de la calle 19. De pronto, tal vez atraído por el color amarillo de la cubierta, cogí un libro cuyo título era ' ... El juego favorito' y lo abrí al azar: 'La poesía es un veredicto, no una ocupación'. Me dije que nadie podía escribir algo así sin ser bueno, más aún, sin ser verdaderamente extraordinario. Entonces compré el libro ignorante de que empezaba una devoción que ha durado la totalidad de mi vida.
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Me sé de memoria fragmentos enteros de 'El juego favorito'. Ni siquiera debo esforzarme para repetir los primeros párrafos:
"Su madre considera que todo su cuerpo es una cicatriz crecida sobre una perfección anterior que busca en espejos, ventanas y tapacubos.
Los niños muestran sus cicatrices como medallas. Los amantes las usan como secretos a revelar. Una cicatriz es lo que ocurre cuando el mundo se hace carne".
Y mucho menos para paladear poemas perfectos, deslumbrantes como las gotas de lluvia en un naranjo de Andalucía:
Así como la niebla no deja huella
en la colina verde oscuro
mi cuerpo no deja huella
en el tuyo, y nunca lo hará.
Sí la poesía es un veredicto (y yo creo que lo es), cabe decir que, en el caso de Cohen, siempre falló a su favor.
Lo extrañaré como los amputados extrañan el brazo, la pierna, el dedo que ya no tienen.
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