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POR LUIS ARTIGUE
León
Viernes, 3 de noviembre 2017
Acabo de enterarme de la muerte a los 90 años redondos como mundos de mi querido Gaspar Moisés Gómez, gran hombre de nuestras letras como así lo han reconocido siempre otros grandes como Antonio Gamoneda, Tomás Sánchez Santiago y José Enrique Martínez, poeta erótico-místico ... leonés nacido en Serranillos, Ávila, bibliófilo, juez salomónico, hipocondríaco incurable, director de la Revista Alcance de poesía (gracias a la generosidad de Antonio Merayo y Ángel García Aller, justo es decirlo), ganador de importantes premios como el Provincia y el Juan Ramón Jiménez, hombre de bien fundador de familia numerosa como un Abrahán lírico y nuestro a escala humana, y, desde luego, la tristeza ahora me parte las palabras sólidas hasta hacerlas, no añicos, sino lágrimas…
Sí, acabo de enterarme y, con el ánimo nublado y fenómenos costeros en los ojos, he abierto un libro suyo –Y mañana tampoco (Ed. Leteo)- como si así pudiera resucitarle un poco: amo la poesía de Gaspar Moisés Gómez así, como los hombres sin fe aman el Cristo de Velázquez, como el cristiano sin ideas blindadas ama la Mezquita Azul, como se ama, en definitiva, todo aquello en lo que, por encima de las pretensiones, principalmente hay verdad.
León ha sido el refugio perpetuo de este rey mago de la poesía que se alzaba no por querer medrar, sino por querer volar. En este sentido, y más allá de su obra trascendente y ejemplar, él para los que le conocimos y tratamos ha supuesto una lección sobre lo que de verdad es la vida y la poesía: nos queda la actitud de este poeta apartado de todo excepto de su propia alma, y por eso recordarle tan fiel a su vocación me sigue conmoviendo ahora que está ya del otro lado, ya que a él debo la certeza de que, en medio de la galería de vanidades que es el mercado literario, no se trata de intentar triunfar sino de intentar ser uno mismo, y de intentar ser feliz: «no ser nada y por tanto/ que no tengan mérito nuestros sacrificios».
La suya siempre será una voz fluida como el tiempo de los verdaderamente vivos, como la belleza de las rosas que habitan sus poemas, y al leerla ahora hasta parece fácil convertir, como hacía él, la vivencia en experiencia, y la experiencia en conciencia, y la conciencia en imaginación, y la imaginación en metáfora, y la metáfora en nervio de poema. Leer a este poeta injustamente minoritario y ya póstumo por desgracia produce la fascinación que sintió quien vio por ver primera un arco iris. Sí, leer a este poeta es como dialogar con las estrellas. Y es que Gaspar Moisés Gómez, con su cara de vitalista terminal (así le pintó Modesto Llamas Gil, otro de mis maestros, un brillante retrato que ahora no me saco de la cabeza), voz atrabiliaria, modos cortesanos, pelo blanco imperfecto peinado así, hacia atrás –hacia el pasado- parece una excepción en medio de tanta importancia. Publicaba esporádica y teológicamente cosas mínimas, casi irreconocibles pero imprescindibles, y así nos enseñaba sin decirlo que la alta poesía no suele estar en las academias ni en las listas de ventas: es otra cosa la jerarquía del espíritu.
Dentro de la nómina de los poetas que nunca fueron mendigos ni quisieron comenzar por el final; entre los que atesoran su normalidad inteligente con vocación de absoluto figurará siempre el nombre poco pronunciado de este poeta, de este quijote vestido de paisano, de esta eterna nota a pie de página que merece el homenaje de los justos.
Ahora leo sus poemas publicados en colecciones minoritarias y siento que, mientras lo hago, él está convirtiendo su elección en victoria: «que sea feliz llorando/ hasta oxidar el propio candado de mi cárcel». Cada vez estoy más convencido de que los poetas injustamente tratados, ahora que nuestro mundo elitista se nos está yendo de las manos, atesoran lo poco que sabemos de nosotros, lo poco que merecerá la pena recordar. Por eso leer a poetas como éste se parece a volver al futuro. Entonces, en el futuro, se dirá que de entre los dulcemente fracasados, los que jamás persiguieron el éxito, los que no se vendieron ni torcieron se encontraba este hombre metafórico, este poeta visionario como todo vendedor de bombillas. Gaspar, a ti a Emilia, ya lo sabes, os hemos querido mucho… ¡Gracias por tu ejemplo!
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