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La segunda novela de la escritora mexicana Brenda Navarro constituye el viaje físico y emocional de una joven que, a raíz del suicidio de su hermano adolescente, protagoniza su propio periplo hacia un futuro inexistente. Ceniza en la boca es un libro que ... duele ante esa realidad que experimentan quienes casi nunca vemos; una historia de huidas y abandonos, de sueños y pérdidas, en la que la autora aborda, con extraordinaria valentía, cuestiones como la desigualdad, el vacío, la xenofobia o el desarraigo.
- Brenda, la novela nos plantea dos interrogantes dolorosos: qué vida merece la pena ser vivida y hasta qué punto aseguramos la dignidad de todas las vidas. ¿Por qué esta apuesta?
Me gusta escribir sobre los temas que me interpelan como persona, lo que me duele, lo que me inquieta y lo que observo en el mundo. Plantear qué vida merece ser vivida y de qué forma evaluamos la dignidad es algo que me interesa porque detrás de la narrativa oficial hay temas que nos importan a la sociedad, pero que nos hacen creer que no son urgentes o necesarios de debatir. Donde las narrativas oficiales no ponen el foco, me gusta encender un poco de luz.
- El suicidio de Diego es solo el punto de partida para indagar en los diferentes tipos y modos de ejercer la violencia, especialmente, contra las mujeres, en los dos territorios. «Para mí, irnos de México significaba huir de la violencia que terminó arrasando con mi familia, pero en España nos esperaba otro tipo de violencia, una menos aparatosa, pero igual de cruel, en donde te exigen lealtad mientras te violentan minuciosamente porque no eres como ellos». Desde tu perspectiva, ¿cuál duele más: la violencia física, la psicológica o la institucional?
Cuando las mujeres empezaron a denunciar la violencia doméstica, lo que hicieron esas narrativas oficiales fue tomar de esas denuncias lo que resultaba más sencillo: denunciar la violencia física, porque es la palpable, la que puede verse y la que entiende el patriarcado. Por esta razón, la violencia psicológica e institucional quedan relegadas a un segundo término, cuando en realidad son parte de la misma violencia estructural. No hay violencia doméstica sin violencia pública, sin violencia emocional y psicológica. Lo que está sucediendo con las denuncias es que permiten a las instituciones y a la sociedad misma «revictimizar» a las personas que la sufren, profundizando en la violencia psicológica. Es un círculo vicioso, del que es difícil salir, justamente porque se quiere fragmentar la violencia estructural y sistemática para no responsabilizarse de todo lo que significa en términos prácticos asumir que, para desmontarla, hay que cambiar todo el sistema político y económico.
- Late la idea de que es el poder quien genera violencia, quien se apropia de la lengua para proyectar estructuras, que violentan a toda una comunidad, porque se presupone con esa legitimidad y tacha a los demás de violentos. ¿Crees que somos conscientes de esta perversa manipulación?
Somos conscientes, sí, pero, a veces, no tenemos las herramientas para enunciarlo o para encontrar una solución. A veces el silencio, como en el caso de Diego, es una forma de supervivencia, que termina dañándote. Lo que quiero decir es que creo que, actualmente, al poder le convienen y, además, fomenta las discusiones identitarias dentro de las comunidades, justamente, para comercializar y vender la falsa idea de que consumir servicios nos ayuda a sentirnos mejor. Y cuando digo «consumir» no digo necesariamente comprar con dinero, sino las redes, la información, que nos venden los medios de comunicación. Las mismas instituciones nos dicen que toda solución es individual y esto es mentira, porque para romper con los círculos de violencia siempre es necesario hacerlo desde la comunidad. Solo cuando hay movimientos sociales, que mueven y cuestionan lo establecido, se pueden hacer cambios; sin embargo, desde casa, desde una pantalla, en la individualidad… es más difícil.
- Da la sensación de que la sociedad asume que la violencia que ejerce el Estado la puede ejercer ella sobre los más débiles. Es terrible, ¿no?
La violencia que ejerce el Estado es su «modus vivendi». No hay Estado que no violente; lo que sucede es que algunos están más regulados que otros. El principal problema es que ahora los estados están supeditados a muchas decisiones de mercado; no tienen demasiada autonomía y cuando esta no existe, la mayoría de las personas ve que sus derechos se violentan sistemáticamente y que solamente unos pocos pueden vivir cómodamente. Pero dicha comodidad no significa, necesariamente, una ausencia de violencia. Quiero insistir en que, incluso dentro de los círculos de poder, la violencia es apabullante, porque para mantener una jerarquía, se necesita ser violento. Es algo que se fagocita constantemente.
- Cuatro fases temporales, tres ciudades, dos continentes y una misma realidad enmarcan esa soledad, que subyace en las grandes urbes de tu novela. ¿Compensa abandonarlo todo?
Es peligroso creer que las personas se mueven solamente porque necesitan trabajar. Las primeras personas en el mundo fueron nómadas; ha sido el sedentarismo el que ha permitido que exista un espejismo de estabilidad, pero la realidad es que todo se mueve. Nunca nada es igual, aunque los círculos de vida nos hagan creer que todo es siempre igual y que es una espiral de la que no se puede salir. ¡Claro que se puede y tener esa inteligencia emocional de salir de un lugar donde no se te ofrece nada de lo que buscas es una gran responsabilidad que hay que asumir! Cuando alguien te dice: «no te muevas, quédate donde estás», lo que te está diciendo es: «no cambies, no avances, no madures». Por tanto, es contra natura pedir que las cosas sean siempre iguales.
- Esa misma reflexión aparece constantemente en tu novela. «Donde estés es lo mismo, nomás sobrevivir (…), en todos lados es igual: trabajamos para vivir y luego vivimos para trabajar». En este sentido, ¿no cambia todo para seguir exactamente igual?
La narrativa oficial nos hace creer que hagamos lo que hagamos nada va a cambiar. Yo defiendo lo contrario. Incluso los cambios más pequeños nos mueven de lugar y de pensamiento, con resultados que pueden ser negativos, pero, ¿y qué? Creo que tanto Diego, como la protagonista de Ceniza en la boca, tuvieron un camino que los llevó del no saber qué pasaba, a saberlo. Siempre es mejor saber, aunque duela, que quedarse estático sin aprender.
- Consideras que la sociedad debería moverse por la construcción de muchas verdades... Explícanos esta idea.
Me gusta pensar que cuando te mueves y conoces otras formas de habitar el mundo, entonces tu curiosidad, inmediatamente, quiere experimentar cosas nuevas: aprender, «reaprender», olvidar... Eso hará que quieras ver otras más y así, sucesivamente. Incluso quienes dicen: «no, yo no quiero cambiar nada», ya han cambiado un poco. Existirán personas que lo vivan lentamente y de manera poco consciente y otras que, al ver la inmensidad del mundo, quieran seguir aprendiendo. Apuesto por esto último, porque creo que es el motor de la humanidad.
- Incluso la muerte resulta un alivio en tu historia, «porque, como nos dice la protagonista, «del pasado se sobrevive, pero del futuro qué, ¿qué haces sin futuro?».
Ese es el gran punto de discusión para mí. Las generaciones adultas no hemos sabido espabilarnos ni responsabilizarnos del mundo; no sabemos qué hacer con él, estamos careciendo de imaginación colectiva y queremos transmitir que ya nada vale la pena, que no hay futuro. ¡Pero si el futuro no está escrito, ni predestinado! Podemos hacer y soñar lo que deseemos y transmitir eso a la juventud. No; no todo tiene que ser como ahora, porque si algo tiene la humanidad es la capacidad de imaginar. La imaginación es una herramienta muy poderosa para cambiar, incluso los panoramas más catastróficos y aquí es donde yo apelo a la juventud. ¡Dejemos que la juventud se equivoque, pero que haga cosas! Demos esa autonomía a las personas; no menospreciemos su capacidad de imaginar.
- «Y extrañaba el ruido de las calles, la música, lo estruendoso de los autos y la tensión. La tensión, el sentirse siempre vulnerable y mirarlos a todos vulnerables y saber que ese pinche vacío en el estómago y el insomnio no eran porque una se sintiera muy triste, sino que vivíamos en la tristeza misma». ¿Esa tristeza es el reflejo de que ni la Europa mítica ni el México soñado existen ya para la protagonista? ¿Tomar conciencia del desarraigo es necesario para comprender que se deben exigir nuevos mundos?
Sí, totalmente de acuerdo. Sentirse desarraigado es el primer paso para tener una visión más nítida de la vida. Es un proceso doloroso, pero después de entenderlo hay la posibilidad de echar a andar nuevas formas de vivir, tejer nuevos lazos de amistad, de ternura o de acompañamiento y crear nuevas formas de habitar el mundo.
- En tus obras cuestionas el papel de la maternidad y los nudos que nos atan a la familia tradicional. ¿Quizás deberíamos tomar las relaciones de amistad, «de esas amigas por lenguaje», como ejemplo para construir nuestro porvenir?
Sí, yo reivindico no tener miedo a los nuevos lazos de cariño, que vas construyendo con el tiempo, desde el colegio, el trabajo, las personas con las que te encuentras, por intereses en común o por casualidades de la vida, y que luego terminan por ser tus grandes amistades. Apuesto, además, por la pluralidad de pensamiento, la diversidad de opiniones y el gran reto que significa querer compartir tu vida, justamente, con personas que no son igual a ti. ¿Para qué quieres estar con personas que llevan un uniforme en ideas? ¿De qué forma creces y te retas a ti mismo? La incomodidad, como motor para querer cultivar relaciones, también es algo que me interesa. Aunque con esto no quiero decir que la incomodidad tenga que ser dolor.
- «¿De qué forma crees que se juzga a las madres que dejan a sus hijos en sus respectivos países, para trabajar en Europa, cuidando de otros?».
Hay una ingratitud hacia las mujeres, en general. De una u otra manera, la forma en la que se juzgan las acciones o pensamientos de las mujeres es mucho más violenta y mordaz que cuando se evalúa a los hombres. No estoy planteando nada nuevo; solo que creo que ahora mismo hay una corriente más feroz, que genera miedo al ver a mujeres libres y autónomas, capaces de tomar las riendas de su vida. En este caso, la maternidad sigue siendo el estigma más poderoso para cuestionar a las mujeres, expulsadas de sus lugares de orígenes para solventar los gastos de una familia y que, además, terminan por cuidar a otras personas por una risible cantidad de dinero. Porque el problema no es el trabajo, sino que, socialmente, se da por hecho que este trabajo de cuidados, cuando lo hace una mujer, vale menos que cuando lo hace una institución. Es humillante creer que, por ser mujer, y a veces migrante, no mereces un salario adecuado.
- «En España y en México vamos de feministas, pero dando la espalda a las personas que realmente tendrían que estar ocupando el espacio público». ¿Qué nos queda pendiente en materia de igualdad?
Bueno, yo ya no creo que buscar la igualdad sea parte de mis deseos. ¿Igualdad a qué, a los hombres? Yo no quiero tener igualdad respecto a los hombres; yo lo que quiero es un mundo distinto, en donde la lucha de poder sea lo más importante. ¿De qué me sirve tener mujeres ministras, que no tienen conciencia de clase ni de racismo? Ninguna. Lo que deseo es que cambiemos el discurso de «no dejemos atrás» y pensemos en decir «pongamos enfrente» las necesidades de las personas más pobres.
Agradecemos a Brenda Navarro el sabor amargo de la ceniza que ha quedado en nuestra boca, tras la lectura y la conversación, tan lírico como sincero, porque, como ella misma indica, «la literatura no es hablar de nosotros mismos, sino de descubrir lo que pasa fuera de nosotros». No se pierdan esta prosa exacta, estimados lectores, y acompañen el naufragio de sus personajes, con los sonidos de los Vampire Weekend: «But I've been cheating through this life / And all its suffering / Oh Christ, am I good for nothing? / This life and all its suffering».
- Ceniza en la boca. Brenda Navarro. Sexto Piso. Madrid. 2022. 196 páginas.
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