Por Luis Artigue
Miércoles, 6 de febrero 2019, 09:25
Tal vez porque Sean Connery era oriundo de ese Reino de León que para los ingleses es Escocia, el celebrado escritor –Premio Nadal de novela, Premio Jovellanos de Ensayo, Premio Setenil de cuentos, Premio Castilla y León de las Letras, y, desde ya, Leonés del Año 2019- Juan Pedro Aparicio, todo él poso intelectual y madurez cumplida, se parece cada vez más a Sean Connery: en tal paralelismo loco pienso cuando me cito con Aparicio aquí, en nuestro León, donde pronto se dispondrá a leer así, con su voz hipnótica de radio nocturna, una conferencia. Viene como ha vivido, portando sus dos amores –los libros y su ciudad- en cada una de las manos, para hablar otra vez de literatura y democracia, ya que Aparicio, erudito y comprometido como un formalista ruso, raro, intenso y veraz como el frío de esta tierra, es un escritor añoso que no ha ido barroquizando su pensamiento ni su ideología. Habla de la imaginación como ese gran instrumento del que dispone el ser humano para mejorarlo todo. Habla de cultura y democracia. Habla del mundo y de León.
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-Tu primer ensayo, Ensayo sobre las pugnas, heridas, capturas, expolios y desolaciones del viejo Reino (1981), se leyó por algunos sectores entonces, en medio del debate sobre las autonomías, como un alegato leonesista, pero, ¿no había ya en aquellas fundamentadas páginas más bien una sólida idea de España? ¿Cuál es tu idea de España?
Creo que tienes razón. Aunque también es verdad que en aquel libro mi propósito inmediato era bastante limitado. Quería llamar la atención de los políticos sobre un error que estaban a punto de cometer ––y que pronto cometieron––: ignorar la existencia de la región leonesa. Recurrí a los antecedentes históricos porque de eso se trataba a tenor de la Constitución recién aprobada que otorgaba a las regiones el derecho a la autonomía. Y también porque lo que se estaba haciendo, a imitación de los nacionalismos catalán y vasco, era prácticamente sacarse de la manga regiones y banderas a troche y moche, dotadas todas de un esencialismo de nuevo cuño que estaba en contradicción con el anhelo de los ciudadanos más sensatos de vivir en una democracia adulta en la que los derechos individuales primasen por encima de cualquier otra consideración. Como todo el mundo sabe, las cosas no fueron exactamente así y en la región leonesa fueron todavía un poco peor. Del centralismo madrileño, que al menos era equitativo porque a todos afectaba más o menos por igual, se pasó a un centralismo de nuevo cuño que ha sido mucho más perjudicial de lo que nadie podía imaginar en el caso leonés.
Y no quiero eludir tu última pregunta. Mi idea de España ha sido siempre la misma. Es un desideratum: el de una democracia avanzada y garantista en la que se pueda vivir en libertad y en la que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos, en la que no haya ciudadanos de primera y de segunda.
-Posteriormente has publicado un nuevo ensayo sobre el mismo tema –Nuestro desamor a España: cuchillos cachicuernos contra puñales dorados, 2016-, y de nuevo coincide con un candente debate sobre la configuración o reconfiguración de España. ¿Qué aporta este libro hoy a nuestro debate interno de país?
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En este libro hay ya un recorrido muy riguroso sobre lo que fue la historia de España, tan manipulada ella, que le llevo a decir a Ortega ––de quien tanto se discrepa en sus páginas––, aquello de que los españoles deberíamos desprendernos de esas ideas ineptas y, a menudo, grotescas que ocupan nuestras cabezas. Lo primero sería, pues, identificarlas, y eso he intentado, saber cuáles son, porque no todas, aun siendo falsas o equivocadas, son igual de dañinas. Y hay una en especial muy arraigada, la más arraigada de todas, y por eso quizá de las más perjudiciales, tan antigua como la corona castellana y que cobró especial vitalidad con la crisis del 98, al ser apadrinada con entusiasmo por un grupo de escritores muy renombrados y talentosos. Pero, como digo, es muy antigua, se inventa, como no podía ser de otro modo al tratarse de Castilla, por un obispo, don Rodrigo Ximénez de Rada y se impulsa con entusiasmo de cruzada por un número más que considerable de clérigos y gerifaltes de la Iglesia a cuya cabeza está el papado. Me estoy refiriendo a Castispaña, neologismo del que me valgo para explicar cómo la rica y variada gama de expresión vital de las regiones españolas fue absorbida desde el poder cuasi teocrático por un único color que pretendía reunirlas a todas: el blanco de una supuesta esencia castellana. Durante el Antiguo Régimen no había libertad ni igualdad ni siquiera justicia, sino una mística gubernamental de lo que era una teocracia de hecho. De ahí que la misma Çonstitución de 1812, tan denostada por los absolutistas y pretendidamente liberadora, arranque con estas palabras «En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Autor y Supremo Legislador de la Sociedad. Con tales antecedentes no es de extrañar que al intentar convertirnos en una nación moderna, en la que la soberanía del rey diera paso a la de la nación, nos encontrásemos con que, tras siglos de historia común, no haya nación; porque el carlismo, nombre que entre nosotros toma el absolutismo más retardatario, alentado por esa misma Iglesia que teme perder sus privilegios, lo impide o lo entorpece, como estamos viendo todavía hoy con sus herederos ideológicos los nacionalismos separatistas.
-Como narrador grandes críticos y teóricos de la literatura como Santos Sanz Villanueva, José María Pozuelo Yvancos y Asunción Castro sitúan tus novelas, y en especial tu cuarteto de novelas de Lot, como un logro arraigado y comprometido con tu primer mundo (logro que fue el punto de inflexión que hizo superar al fin en este país tanto la novela social como el experimentalismo derivado de la novela social)… ¿Sigues siendo, como Paul Auster, Milan Kundera y Naguib Mahfuz, un novelista enamorado de tu ciudad? ¿Sigue teniendo hoy sentido y vigencia la novela arraigada?
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Desde luego que lo tiene. Ya sabes la conocida frase de Torga: «lo universal es lo local sin fronteras». Pero mi ciudad, aquella que me vio nacer y en la que viví mi infancia y mi adolescencia, ya no existe. Llevo más de cincuenta años fuera de ella. He vivido en Londres, en Madrid, vuelto a Londres y vuelto definitivamente, creo, a Madrid y cuando regreso a mi lugar de nacimiento y quiero ir al cine ya no sé dónde están las salas. Todas las que conocí han desaparecido y las nuevas no las conozco. Para mí, León, el cine, los tebeos y las primeras lecturas literarias van unidos, son mi educación sentimental. Pero aquellos cines leoneses: el Mary y el Emperador, para los estrenos más solemnes, el Avenida y el Alfageme, para la sesión continua de programa doble, fueron mucho más que un mero entretenimiento, fueron un alivio, y una luz en aquella España sometida, casi la única ventana que, a pesar de la férrea censura, permitía vislumbrar otras sociedades y otras vidas más alegres y confiadas. Tanto que uno de los personajes de El Año del Francés cuando es detenido por la policía le dice al comisario Bienzobas, autócrata local de los uniformados, que tiene derecho a llamar a un abogado. El pobre creía estar en una película americana y, claro, lo que recibe es un tremendo bofetón. Eso dicho ahora puede parecer extravagancia o exageración. La única libertad posible en aquella España penitente, a pesar de la censura, estaba en los cines. Hasta para dar un beso a una chica se precisaba de la oscuridad de las salas.
Y tampoco existen hoy aquellos prados en los que jugaba de niño, ni hay cangrejos en el río, ni peces, y sus orillas están urbanizadas aunque es verdad que sigue siendo una ciudad tocada por la gracia arquitectónica de un modo casi milagroso. Por eso creo que mi ciudad, la ciudad del Cuarteto de Lot ya no existe más que en el papel, es una ciudad de palabras, en el fondo una ciudad fantasma, no en el sentido espectral que se recoge en El Viajero de Leicester, con todos sus protagonistas muertos, sino porque es la ciudad de mi memoria. Por eso no creo posible el paralelismo que estableces entre esos escritores y yo en relación con la ciudad de cada uno; ellos la viven, yo no; es posible que la sueñe pero no la vivo. Cuando escribo sobre ella es como si me sumergiera en un viejo álbum de fotos familiar. Las únicas novelas de presente que he escrito son las del inspector Malo y transcurren en Madrid, por más que Malo sea oriundo de Lot.
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-La última novela que has publicado hasta la fecha es de género histórico y versa sobre Jovellanos, Nuestros hijos volarán con el siglo (Salto de Página, 2013). ¿Igual que tus ensayos y tus novelas arraigadas se trata de un paso más en tu descripción de una idea de España y del mundo?
En realidad, intento adentrarme en el ámbito más íntimo de uno de los personajes más admirables de nuestra historia, Jovellanos, de modo que lo se refleja en ella no sería mi idea de España sino la que yo considero como suya. Me fascina el personaje, siempre lo ha hecho, acaso por mis vínculos con Asturias o por mis estancias en Gijón, donde Jovellanos es una enseña bienaventurada que da nombre a mucho de lo bueno que allí hay. Tuve además la suerte de vivir en Londres muy cerca de la Holland House, el inmenso palacio de lord Holland, hoy parcialmente en ruinas, foco de liberalidad, cultura y progresismo. Lo que me llevó a incluir en una segunda parte mucho más breve de la novela, el entorno que hubiera acogido a Jovellanos de haber podido llegar a Inglaterra como acaso pretendió, no en vano dijo alguna vez que la consideraba su segunda patria. Lord Holland y lady Holland, sus grandes amigos ingleses, eran librepensadores y, como poco, agnósticos en materia de religión; lady Holland, personaje en muchas maneras admirable, no tenía acceso a la Corte inglesa por ser divorciada y condenada por adulterio, habiendo perdido el derecho a ver a los hijos de su primer matrimonio.
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-También eres un ingenioso y celebrado escritor de libros cuentos –La vida en blanco (2005), La mitad del diablo, 2006, El juego del diábolo (2008), El origen del mono (2009), Asuntos de amor (2010), London Calling (2015). ¿El cuento es la quintaesencia de la narrativa?
Sabino Ordás ha escrito que el cuento es la forma de ficción que mejor muestra el patrón narrativo sustancial, ese modelo primigenio que establece las características fundacionales. Esto se hace muy evidente en los microrrelatos, a los que yo creo más adecuado llamar cuánticos. Si un cuanto en física es la cantidad mínima de energía que ésta precisa para hacerse visible. En literatura un cuántico sería la mínima cantidad de narratividad que se precisa para que exista un cuento. En ese sentido, y solo en ese sentido, sí podemos decir que el cuántico es la quinta esencia de la narrativa.
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-Estudiosos de la literatura como José Enrique Martínez, Asunción Castro y Natalia Álvarez Méndez reivindican tu pionera novela repleta de impregnaciones fantásticas, y con momentos casi de terror expresionista, y con profundo poso metafísico teológico El viajero de Leicester (reeditada en 2013 por Salto de Página con un muy interesante prólogo de José María Merino), como tu obra maestra. ¿Qué recuerdo tienes de esa obra y que te parece el eco crítico que, a la larga, ha tenido? ¿Volverás alguna vez a tu registro más fantástico?
Decir mi obra maestra no sé si es lo más adecuado. Que, de entre mis novelas, sea la mejor, es bastante dudoso y, en todo caso, eso no la convertiría en obra maestra. Por otra parte, aunque ha sido muy valorada por lo que tiene de fantástica, también ha sido ignorada por algunos especialistas. Tengo muy claro que encaja perfectamente dentro del género fantástico, pero también creo que mis novelas, a excepción tal vez de «Nuestros hijos volarán con el siglo», una novela histórica que no es entretenimiento, tienen suficientes elementos fantásticos como para impedir que El Viajero de Leicester se desgaje de ellas, convirtiéndose en una rara avis. De hecho, la he incluido como colofón en el Cuarteto de Lot que incluye siguiendo el orden cronológico de la acción La Forma de la Noche, El Año del Francés, Retratos de Ambigú y El Viajero de Leicester.
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En cuanto a que si volveré a mi registros fantástico, seguro que volveré pues ya estoy en ello.
-¿Qué queda hoy en Juan Pedro Aparicio del novelista político que escribió tu inaugural novela antifascista Lo que es el César (1981)?
Pues creo que queda todo, o casi todo. Aunque es verdad que ahora ya no escribo así, pero también es verdad que el franquismo ha desaparecido de nuestras vidas como presencia inmediata, por mucho que quienes más lo recuerden sean aquellos que no lo han vivido y que no parecen tener la idea más adecuada de lo que supuso. No solo fue una asfixia intelectual y moral, con el nacional-catolicismo como atosigante y obligado lema de nuestras vidas, sino también un anacronismo aberrante que se hacía notar en todos los ámbitos sin posibilidad de escape. Vivíamos, en medio de una atmósfera de frustración imperial, la ucronia de un tiempo tridentino, un tiempo de Contrarreforma, o sea un disparate.
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-¿Quién es para ti Sabino Ordás, el maestro y el amigo?
Bueno, tú lo has dicho, es el maestro añorado y el maestro querido. Aquel que nos enseñó el camino en la literatura y en la vida. Vivió la Transición y criticó lo que de criticable tenía. Y la razón estaba de su parte. Que de aquellos lodos vienen estos polvos. También nos educó la mirada, en la contemplación de nosotros mismos y de nuestra literatura. Denunció el papanatismo español que viene de muy atrás y que se ha vuelto a instalar con tal inconsciencia entre nosotros que aceptamos con enorme naturalidad nuestra situación de cuasi colonia en lo cultural. No hay más que fijarse en el tratamiento que se da a la cultura en nuestros media. No es raro que algunos escritores españoles hayan adoptado seudónimos anglosajones; por la misma razón, acaso sin ser consciente de ello, otros autores habían elegido para sus novelas escenarios artificiosamente cosmopolitas y nombres no españoles.
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