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césar combarros
León
Domingo, 23 de diciembre 2018, 13:50
Dos mujeres han marcado la vida de Ana Cristina Herreros (León, 1965): su abuela Aurora, una maragata de Nistal con marido represaliado, que «callaba todo porque tenía miedo, como todas las mujeres y hombres de su generación»; y su madre Socorro, una gallega de Sobradelo analfabeta que se casó con un hombre de Bercianos del Real Camino, que le prohibió hablar gallego cuando iban juntos en el tren camino a León. Con ellas, como señala en esta entrevista a Ical, le tocó «aprender a escuchar el silencio y querer a la gente que no tiene voz y que no cuenta, pero que cuenta más que nadie». Después de 25 años trabajando en la editorial Siruela, Herreros creó en 2014 Libros de las Malas Compañías, una editorial que es mucho más que una editorial. A través de la recuperación de los cuentos orales de comunidades desfavorecidas de todo el mundo, se ha empeñado en demostrar que la literatura es una herramienta decisiva para impulsar el cambio social. Acaba de llegar a las librerías españolas 'Los cuentos del conejo', donde ella misma recopila 28 cuentos de la gente albina de Mozambique con ilustraciones creadas por Daniel Tornero junto a niños del país africano.
Como he vivido entre mujeres silenciadas siempre me interesó mucho la voz de los que no tienen voz, así que hice Filología, me especialicé en Lengua y Literatura e hice mi tesis doctoral con Diego Catalán Menéndez-Pidal, el nieto de don Ramón, sobre la voz de los que no tienen voz, sobre el romancero tradicional y sobre los límites entre la literatura oral, que es la literatura del mundo, y la literatura culta.
Estudié los tres primeros cursos en León, luego me fui a Salamanca donde me diplomé en Filología Italiana, después fui a Italia un año a completar mis estudios de italiano y por último llegué a Madrid, donde hice cuarto, quinto y el doctorado. Estuve once años en la universidad y gracias a eso hago lo que me da la gana, porque la verdadera libertad la da la formación, no el dinero.
De vez en cuando. Toda mi familia vive en León y yo la considero mi patria. Hubo una época en la que me daba mucha tristeza regresar, porque en mi generación la heroína y el sida causaron estragos, y mucha gente que compartió instituto conmigo no está desde hace tiempo. La ciudad estaba llena de fantasmas y eso me causaba mucho dolor y frustración.
No lo sé. Creo que tiene que ver con ese sentido de la hospitalidad que tenemos la gente del norte en general y los leoneses en particular. Para mí la leonesidad, por decirlo de alguna manera, se manifiesta en una necesidad de abrir mi casa y mi vida para que todo el mundo que necesite un hogar lo encuentre.
Siruela ha sido mi escuela, son mi madre y mi padre, y son mi casa, porque mis libros siguen estando ahí. Además de ser editora y autora, allí dirigí una colección, la Biblioteca de Cuentos Populares. Pero de pronto me di cuenta de que ninguna editorial le daba cauce a intentar hacer con los libros algo más. Con 'Los cuentos del conejo', por ejemplo, queremos mostrar que la gente de Mozambique son humanos, y lo queremos hacer a través de la cultura. Eso no veía que ninguna editorial lo hiciera: hacemos literatura del pueblo, con el pueblo y para el pueblo.
Sentimos que con nuestro quehacer podemos transformar el mundo, porque al final los modos de consumo son transformadores. Intentamos que cada cosa que hacemos responda a eso. Lo que nos queda, como pequeños, es la honradez y la ética. Esa es nuestra marca: honradez, ética, ecologismo, cuidado de las personas y cuidado del proceso. Hacemos los libros con un mimo que no te puedes imaginar, y los libros africanos con más mimo aún, porque se merecen tener lo mejor, no lo que nos sobra.
Nuestro objetivo 'number one' es no pedir ni deber dinero a ningún banco. Hacemos libros cuando podemos hacerlos. Por otra parte, apoyamos un proyecto de gente sin hogar y ellos gestionan nuestro almacén. El papel se lo compramos a una industria papelera en Suecia que no deforesta la selva amazónica, sino que tala selectivamente el bosque boreal; nos sale más caro, pero no queremos contribuir a la deforestación del planeta. Imprimimos en Fuenlabrada y en Valencia, en lugar de en China, porque allí no tienen legislación laboral ni medioambiental y además hay un portaviones por el mundo imprimiendo y echando porquería en todos los mares. Y revertimos un porcentaje de la venta de los libros, el 4 por ciento, en las comunidades donde trabajamos, además de darles visibilidad y buscar que con nuestras acciones se generen cosas para ellos.
En 2017, cuando hicimos la escucha de los cuentos para el libro, le pregunté a Susana Xambulé, una de las mujeres albinas de Mozambique, qué necesitaba, y su respuesta fue: 'Sentir que le importo a alguien'. En ese momento pensé: 'Igual que las señoras mayores de Chamberí, mi barrio de Madrid', y me fui a los centros de mayores, y a través de los empleados municipales y de amigas que trabajan allí recogieron 70 máquinas de coser, que una ONG que se llama África Directo llevó a África. Allí un grupo de mujeres y hombres albinos está cosiendo su esperanza, y hace poco vendimos la primera producción de ese centro en el Mercado de Motores. Las mujeres mayores de Chamberí también necesitan sentir que le importan a alguien y que son necesarias, así que hemos creado un viaje de ida y vuelta que ha unido muchas cosas.
Vicky Sherpa, una catalana que tiene una ONG en Katmandú que trabaja con las niñas esclavas sexuales enfermas de sida, me contó en 2012 que había estado en Senegal y que allí le habían pedido ayuda para construir una biblioteca y llenarla de libros. Con el dinero que conseguí con la venta de mis libros compré libros en francés, porque ellos se alfabetizan en francés, pero al llegar allí me di cuenta de que no llevaba libros para los niños. Entonces decidí ir a escuchar a los abuelos de la Baja Casamance y recogí medio millar de cuentos; un año después regresé con el ilustrador Daniel Tornero y junto a los niños hicimos talleres para ilustrar esos cuentos, y así surgió 'El dragón que se comió el sol'. Preguntamos a la inspección educativa de Casamance qué querían que hiciéramos con el dinero procedente de las ventas y nos pidieron que apoyáramos la red que imparte español, así que decidimos enseñarles literatura y mantenemos una clase online por Skype. Además nos dimos cuenta de que las mujeres no venían a la biblioteca porque no saben leer, y financiamos un curso de alfabetización con mujeres en la Casamance. Tenemos ya tres promociones de mujeres que aprendieron a leer en nuestra biblioteca con un profesor que pagamos nosotras con la venta de libros.
Fuimos a los campamentos de refugiados de Tinduf, donde la población saharaui lleva 42 años esperando que se cumpla la resolución de la ONU que declara ilegal la ocupación de Marruecos para poder volver a su país, pero como Estados Unidos y Francia tienen derecho a veto y son aliados de Marruecos, ahí siguen privados de todos sus derechos. Fuimos a escuchar a las mujeres ancianas porque fueron silenciadas. Ellas hablan de un pasado nómada y ahora están perdiendo su identidad, y se han dado cuenta. Allí apoyamos un proyecto cultural porque creemos que defender la cultura de un país es una manera de defender su identidad y su derecho a la autodeterminación.
A través de Carmen Mormeneo, que trabaja en Amnistía Internacional. Ella tramitó un visado por razones humanitarias de una niña de quince años, mozambiqueña y albina, que vino a morir a España con dignidad y sin dolor, y en el Gregorio Marañón de Madrid consiguieron salvarla tras un año de intervenciones. Ella se ocupó de la niña durante un año y ha devenido en su hija, Cristina. Los albinos allí son gente que ni siquiera tiene derecho a la vida porque creen que son espíritus, y son secuestrados y mutilados porque las mafias de tráfico internacionales de órganos convencieron a los hechiceros de que los albinos daban buena suerte y eso les ha condenado porque sus miembros son codiciados para hacer amuletos. Además tienen muchos problemas porque no tienen melanina y no tienen protección contra el sol, así que padecen unos cánceres de piel tremendos. Son segregados, mutilados, abandonados… Fuimos allí, a una casa que llevan unas monjas mercedarias de Málaga, y estamos apoyando su centro e intentando contar quiénes son y las circunstancias en las que viven.
En medio de la selva, donde hay animales muy peligrosos, con garras y dientes terribles, pesadísimos como los elefantes y rapidísimos como las panteras, hay un animal, el conejo, que consigue sobrevivir en un sitio inhóspito, cruel y violento gracias a su inteligencia, lo mismo que la gente pequeña, igual que los albinos en Mozambique o que mi abuela. De esto hablan los cuentos populares, de la inteligencia de los pequeños. En el Sáhara no hay conejos, y el principal protagonista de los cuentos tradicionales es el erizo, un ser pequeño que tiene púas y es muy cabezota, y gracias a su cabezonería consigue vencer al lobo, al león… Dice Martín Garzo que los cuentos no hablan de la realidad sino de la verdad, y tiene toda la razón. Los cuentos están llenos de símbolos.
Los cuentos tradicionales tienen el maravilloso poder de dar voz a la gente que no la tiene, de hacer que lo pequeño sea grande, de enseñar a la gente que tenemos poder. En ellos, quien vence al monstruo es la hormiga, que es chica y pequeña, y le vence haciéndole cosquillas. No es la violencia lo que le vence, es el humor, que es justamente lo que nos da humanidad. Los seres humanos nos caracterizamos por dos cosas: el humor y la capacidad de fabular. Esto que llamamos literatura, si no sirve para hacernos humanos, ¿para qué sirve?.
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