Cuando Robert de Niro posa con los chefs, con los que parece haber fraguado una amistad con el lenguaje silencioso de la mesa, dice –en español– «comida», en vez de 'cheers'. El actor, ganador dos veces de un Oscar, está en Madrid en un viaje ... privado sólo con un propósito: degustar el menú preparado exclusivamente para él por cinco de los chef más prestigiosos del mundo. Nunca tantos grandes cocineros juntos habían servido en un restaurante tan pequeño, de quita y pon, en la suite real del Hotel Mandarín Oriental Ritz. Todo por empeño de Madrid Fusión Alimentos de España, que hace unos meses invitó a De Niro a este «menú impagable» que se hizo efectivo este martes.
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Todo comienza a las tres de la tarde pero el hielo se rompe una hora después, cuando llega el momento de los platos fuertes, tras las angulas con lágrimas de guisantes. Los chefs demuestran un grado extremo de comunión en un espacio mínimo de cocina y barra, justo al lado de la mesa en la que comen De Niro y su pareja, Tiffany Chen. A esa hora ambos se levantan y rompen la cuarta pared que les separa de Quique Dacosta, Mauro Colagreco, Joan Roca y Martín Berasategui. Falta José Andrés, capaz de dejarlo todo por la llamada humanitaria. Está con su ONG, World Central Kitchen, en la frontera de Polonia y Ucrania, sirviendo comida a los refugiados. Pero para De Niro están sus platos preparados por su segundo al mando, Carles Tejedor.
De Niro se acerca para observar cómo Berasategui hace emulsionar las cocochas. Él, vestido de traje negro y polo gris, mira con atención. Habla poco, también en la mesa. El entusiasmo y las preguntas corren por cuenta de ella. Berasategui les cuenta el secreto de hacer que esa parte del pescado libere la «limosidad». De Niro mira muy serio y asiente. «A fuego lento será la cocción», insiste el chef. «Les haré esperar unos cinco minutos».
-¡Sí, claro!, acepta ya sonreído el célebre intérprete de películas como 'Taxi Driver' o 'Toro salvaje'. Faltaba más. Se lo está pasando bien. Bebe poco pero disfruta del maridaje de cosechas míticas de Tondonia 1964 y Vega Sicilia 1989, aunque no deja que las botellas reposen en la mesa. Suena John Coltrane. «Si no le gustara no sería de este planeta», dice Dacosta. Muy atento está también Joan Roca, silencioso tras sus gafas. Hay buenas señales. De Niro no se levanta ni siquiera para ir al baño. Cuando termina la merluza, evita que le retiren el plato. Aprovecha con pan la última gota de salsa. Quince minutos después De Niro sigue «mojando pan». En general, poco o nada queda en los platos.
Berasategui se asoma desde la barra. De Niro y él intercambian la seña de identidad del cocinero, el puño cerrado. ¡Garrote! «Mi mejor día como cocinero», dice Berasategui, chocando las palmas con sus compañeros.
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Acaba el disco de jazz y le preguntan a la pareja qué quieren escuchar. Piden algo español. Suena Rosalía. Se creó un «entorno íntimo», define Benjamín Lana, director general de Vocento Gastronomía, donde los mismos chefs sirven sus platos, los comentan con ellos, responden preguntas, muestran el producto crudo. De Niro parece, tras la mesa negra con sus canas blancas y su sonrisa archiconocida, un padrino encantado. «Estábamos representando a nuestro país, a los recolectores, a los productores. Les hemos tocado el corazón», dice Berasategui, luego, en una rueda de prensa al final de la tarde.
Hombro a hombro, los chefs y sus asistentes, más numerosos que ellos, se afanan. A las 16.34 uno de ellos hace señas. «Hay que seguir». Falta el plato de arroz con trufa negra. La habitación se impregna del olor de la tierra. «Beautiful», dice ella al ver la trufa y fotografiarla. Emplatan el arroz de Dacosta. Luego, de la olla raspan los chefs. «Hemos cocinado como sabemos, con la representación de nuestros territorios y nuestra creatividad. Es lo que nos proponíamos. Una cena impagable», señala Dacosta, también en la rueda de prensa. Llegan los postres. Triunfa Roca con su dulce, que exhala un suave olor de oveja. «Es una ida de olla total pero les ha gustado».
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De Niro fuma un habano. El café se lo toman en el sofá. Ambos prueban otro manjar: una gota en cuchara del jerez de 300 años. Los dos comensales se relajan en el salón. Los chefs también lo hacen en la cocina. «Los que admiramos a De Niro nos hemos dado cuenta que es una persona muy cercana e interesada por la gastronomía», retrata Roca. «Ha sido excepcional. Cada uno ha encontrado el plato que por la temporada era el que se podía servir mejor. Eran platos contrastados los que elegimos». Los chefs abren un botella de Dom Perignon en la barra.
Esa amistad entre el que come y quien prepara los platos, animal a la vez que maternal, se extiende al intercambio de contactos. De Niro departe un poco con los chefs. En inglés e italiano. «¿Cuánto costaría esta cena? No puedes ponerle precio», dice De Niro. «Es más que venir a comer. Estos chefs crean algo increíble. Es una experiencia impagable con dinero. A todo el que me pregunte le diré que tiene que venir». Y bromea: «¿Cuándo es la próxima cita?».
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Entre Quique Dacosta, Mauro Colagreco, José Andrés, Joan Roca y Martín Berasategui componen un firmamento de estrellas Michelin en sus casas, además de la fama personal que precede a cada uno, en España, Estados Unidos y Francia, donde tienen sus restaurantes. Excepto José Andrés, estos cocineros llegaban temprano a los fogones del Deesa, de Dacosta, en el Mandarín Oriental Ritz, mientras la presencia de De Niro se manifestada más como la de un ente entre el mito y lo fantasmal. En las puertas del hotel ubicado en el Paseo del Prado esperaban algunos fans y unas cuantas cámaras.
Se decía que saldría al mediodía. Sus seguidores iban de una puerta a la otra. Y él, según se rumoreaba, seguía en albornoz y mandaba a planchar su ropa. Luego decidió no salir. Nada que sorprenda. El hombre es también conocido por ser muy reservado con su vida privada y no conceder entrevistas. Tampoco las dará en Madrid. Ni posará ni hará un spot. Pero sí dejó un mensaje frente a las cámaras, una vez terminada la comida, que venían registrando el menú de los cinco chefs hecho sólo para él y su pareja. «Si volvéis a invitar a alguien, yo le diré: yo lo hice y pasarás un gran momento. Le diré al mundo que tiene que venir aquí».
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Entran Colagreco y Berasategui para reunirse con Dacosta. Ya con la chaquetilla puesta entra Joan Roca, recién llegado de París. No pierde un segundo, aparte del selfie de rigor con un par de devotos que le reconocen en el lobby. De Niro, llamado con pseudónimo dentro del hotel, no es el único famoso. «Voy a ver la cocina», se escapa Roca.
Faltan tres horas para servir el mejor ibérico y quesos, salazones de pescados de Dacosta, contesa de espárragos blancos y trufa de Roca, remolacha con salsa de caviar de Colagreco, milhojas caramelizado de anguila ahumada con foie de Berasategui, angulas ahumadas con guisantes lágrima y chicharrón de soja de José Andrés, entre otros platos.
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Antes de ponerse manos a la obra, los grandes chefs primero se preparan delicias de andar por casa. Una merluza de Berasategui que los cocineros comen de pie recién terminada. Paella, tortilla, alcachofas... Mientras se revisa la deshidratación de las fresas o se destapa el pescado curado. Juegan en equipo, ese es el secreto, como se verá más adelante. Unos se preocupan por el plato del otro. Hasta que llega a la suite real, donde se ha improvisado este restaurante casi clandestino, Robert De Niro está arriba. Nadie le ve. Pero su presencia se deja sentir.
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