Crónica de las sopas de ajo
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Sencilla, sabrosa y reconfortante es uno de los emblemas de la gastronomía española pero nunca ha recibido la atención que merecíaAna Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 26 de enero 2024, 00:06
En cierta ocasión un chef mediático de ésos a los que todo el mundo conoce me pidió un favor. ¿Podría yo decirle el origen de la sopa de ajo? Iba a cocinar una en la tele y quería aprovechar para contar algo acerca de la ... historia de este plato tan conocido. Siendo una de las recetas más tradicionales de la cocina española, él se imaginaba que habría bibliografía a motrollón. Me dio rabia decirle al chef que no, que la humildísima a la par que fabulosa sopa de ajo no tiene ningún libro específicamente dedicado a ella y que tampoco se sabe dónde o cuándo se originó.
Habiendo calmado tanta hambre y alimentado tantos espíritus, siendo una de las poquísimas recetas que –ingrediente arriba o abajo, algún paso de más o de menos– se elaboran de manera similar en toda España y teniendo una legión de fieles, resulta que la sopa de ajo no tiene su 'día de...' en el calendario. Hasta donde yo sé tampoco existe ningún concurso sopadeajero a nivel nacional (el que se celebra desde 2014 en Llodio, Álava, es un certamen cerrado y con unas normas particulares), ni se ha escrito ningún libro o estudio sobre ella. ¿Será que nos avergüenza tan modesto condumio? ¿Acaso sufrimos complejo de país que huele a ajo y seguimos conservando prejuicios de tiempos pasados?
Luis Lobera de Ávila, médico de cámara del rey-emperador Carlos I, escribió en su famoso libro sobre nutrición 'Banquete de nobles caballeros e modo de vivir' (1530) que ajos y cebollas «son manjares más de gente grosera y rústica que de nobles hombres». Los mismos escrúpulos tenía en 1605 Miguel de Cervantes, que por boca de don Quijote calificaba a Sancho Panza como «bellaco harto de ajos» y aconsejaba al escudero que para parecer un señor dejara de comer «ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería».
Por entonces se sabía que los ajos eran muy saludables e incluso se creía a pies juntillas en su valor como antídoto contra varios venenos, pero su característico sabor fuerte y su natural tendencia a persistir en el paladar (y por ende, en el aliento) circunscribía su uso a los fogones campesinos. En las mesas elegantes el ajo no era más que una sospecha, un condimento que por su tosquedad se utilizaba veladamente y a ser posible con un hervido o asado previo.
Según el médico y poeta toledano Francisco Nuñez de Oria (en 'Regimiento y aviso de sanidad que trata de todos los género de alimentos', 1572) los ajos perdían gran parte de su malicia –y de su predisposición lujuriosa– si se asaban o cocían, y ese mismo tratamiento es el que recomendó el cocinero del rey Felipe III, Francisco Martínez Montiño, en su 'Arte de cozina' de 1611. «Si tu señor no fuere amigo de ajos no será mucha falta no llevarlos», decía. «Y advierte que esto de ajo se ha de echar con mucha moderación, y lo mejor es asar primero o freír los ajos», añadía después.
El recetario de Montiño fue, pese a sus reservas ajeras (tan sólo un 6% de sus recetas llevaban este ingrediente), el primer libro de cocina en el que aparecieron las sopas de ajo. O al menos algo muy semejante. El cocinero real las llamó «migas de gato» y eran calcadas a lo que ahora se conoce, especialmente en Andalucía, como sopas de gato.
¿Cuál es la diferencia básica entre éstas y la sopa de ajo castellana? No el que sean más espesas, ya que la sopa de ajo puede ser tan densa como el oficiante de turno desee. La clave está en que la de gato no lleva pimentón, igual que no lo admitían las migas gatunas del siglo XVII. Entonces aún no se estilaba esta especia y sí la pimienta, el azafrán o la alcaravea, los aderezos que sugería Montiño:
«Las migas de gato se hazen de cortezas de pan cortadas con cuchillo muy delgadas: henchirás el plato deste pan, y tendrás un poco de agua coziendo, saçonada de sal y pimienta, y un poquito de ajo, y açafran, y remojarás las migas con ello, y quando estén bien estofadas calentarás un poco de azeite bien caliente o un poco de manteca de vacas, y echárselo has por encima. Sobre estas migas se suelen poner huevos frescos escalfados o estrellados blandos, y se les suele echar unas vezes una poca de alcaravea» (sic).
Igual que ahora, hace 400 años las sopas de ajo/migas de gato eran un plato que se solía hacer a ojo y de memoria, razón por la que resulta extraordinario que se incluyeran en un recetario cortesano. Consciente de ello, el cocinero del rey se justificaba frente a su potencial lector diciendo que «esto bien sé que lo saben hazer los oficiales, mas porque sé que aunque sean muy ordinarias hay moços y moças que no lo saben, ni sus amos les han de dar recaudo para los platos regalados, querría que se aprovechassen todos».
Es decir, que las migas de gato tenían su sitio en los hogares donde no hubiese manjares regalados o finos. Y a pesar de ello el señor Montiño deseaba que todo el mundo supiese hacerlas. De la importancia histórica de la sopa de ajo y de su trascendencia en nuestra gastronomía hablaremos la próxima semana.
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