La cocina de los rodríguez
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El gran número de hombres casados que pasaban solos el verano impulsó la publicación de varios recetarios dedicados a quienes no sabían freír ni un huevoAna Vega Perez de Arlucea
Viernes, 26 de julio 2024, 00:14
Da igual cuántas veces se repita la misma cantinela cada verano: no es cierto que la expresión «estar de rodríguez» (o andar de, quedarse de y similares) se la debamos al cine. La vox populi casi nunca da una, así que no les sorprenderá a ustedes descubrir que ese rodríguez que la RAE define como «hombre casado que se queda trabajando mientras su familia está fuera, normalmente de veraneo» no procede de la película 'El cálido verano del Sr. Rodríguez' (1964).
En ella José Luis López Vázquez encarnaba a un oficinista, Pepe Rodríguez, que debía quedarse a trabajar en la ciudad mientras su mujer e hijos se iban de veraneo a la sierra. Aquel señor Rodríguez que fantaseaba con volver temporalmente a la soltería o con echar una canita al aire era un rodríguez de manual, pero no fue el causante de que este apellido adquiriera un nuevo significado sino una manifestación más de un término que por entonces llevaba usándose ya más de una década.
En 1953 se puso particularmente de moda, y podemos encontrar numerosas alusiones a los rodríguez y a su emancipación estival en revistas como Fotos o el diario Informaciones. El 2 de julio de 1953, por ejemplo, la periodista Pilar Narvión firmaba en el periódico Pueblo un artículo con las «confesiones de un Rodríguez» en el que quedaban claras las dificultades a las que se enfrentaba el padre de familia solitario.
Acostumbrados a que su esposa les solucionara todos los asuntos domésticos, muchos españoles de hace 70 años se veían obligados durante los meses de julio y agosto a lidiar con la lavadora, la plancha, la sartén y otros utensilios para ellos prácticamente desconocidos pero que, vaya casualidad, resultaban imprescindibles para ir bien vestido, aseado y alimentado cada día. Al político Francisco Silvela (1845-1905) se le atribuye una frase a la que hicieron referencia casi todos los reportajes «rodriguecistas» de los 50: «en verano, con dinero y sin familia, Madrid es Baden-Baden». Quizás era un poco exagerado equiparar nuestra calurosa capital con aquella estación termal alemana, famosa por sus casinos y su oferta de ocio elegante y casquivano, pero la gracia estaba en que habiendo dinero y faltando ataduras, cualquier ciudad podía dar pie al disfrute veraniego.
El dilema estaba en que aunque los rodríguez más habituales pudieran permitirse mandar de veraneo a su familia, ellos no eran millonarios sino trabajadores de clase media, así que no siempre les era posible suplir su torpeza en las tareas del hogar con alternativas como lavanderías y restaurantes. Quienes podían tiraban de menú del día y quienes no, se apañaban en casa con ensaladas, conservas, huevos fritos y embutido mientras suspiraban por que llegara rápido el mes de septiembre.
En agosto de 1965 el periódico El Correo calculaba que había en Bilbao más de 20.000 rodríguez. En vez de menguar, en verano los clientes de bares y cafeterías aumentaban de manera espectacular y al menos una treintena de establecimientos hosteleros ofrecía un menú especial (por entre 50 y 80 pesetas) para los hombres huérfanos de comida casera. A principios de los 70, con el rodriguecismo aún más disparado debido al aumento de nivel de vida, la revista Lecturas dedicó un artículo a las clases de cocina que un ama de casa madrileña impartía a señores decididos a superar sus carencias culinarias.
Aquel curso consistía en clases semanales de dos horas de duración, tenía tres niveles -para novatos, iniciados y expertos- y daba la oportunidad de aprender a hacer en cada lección una comida completa con primer plato, segundo y postre. Después de la elaboración los alumnos comían lo que habían preparado y finalmente fregaban todo juntos.
Al parecer el nivel de ignorancia coquinaria entre los hombres españoles era abrumador, de modo que entre el quedarse de rodríguez y la paulatina incorporación de la mujer al mundo laboral, cada vez hubo más varones interesados en adquirir unos conocimientos mínimos sobre cocina. De ahí que en los años 70 y 80 se editaran numerosos recetarios «masculinos» destinados al cocinillas voluntario o forzoso.
En 1973 apareció el 'Libro de cocina para hombres' de Francisco López de Melgar (ediciones Mayfe), con prólogo del pionero crítico gastronómico don Francisco Moreno, conde de los Andes. En el 79 salió 'Cocina para los rodríguez' (editorial Marco Ibérica), escrito por dos mujeres y lleno de dibujos y fotografías pensadas para guisanderos profanos.
Dos años después se publicó 'Un hombre en la cocina', de Richard O'Sullivan, aunque el subtítulo avisaba desde la portada que aquel era «un libro para la gente que tiene poco tiempo para cocinar», fueran hombres o mujeres. Mucho más específico fue en 1989 'Cocina de urgencia para hombres solos', un recetario escrito por el historiador sevillano José María de Mena en el que sacaba provecho gastronómico a sus muchos viajes por el mundo como cooperante de la Cruz Roja.
De Mena se atrevía a afirmar que la cocina nunca había sido femenina, sino asunto de hombres rudos y solitarios. Cazadores, pastores, pescadores, soldados. Lo mismo explicaba qué copas elegir dependiendo del vino, que daba la receta de trompa de elefante que aprendió en Burkina Faso o instrucciones para hacer una paella para 100 personas. De mientras, los rodríguez con un arrocito blanco ya se conformaban.
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