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Hace ahora 50 años Cristina García Rodero empezó a recorrer las carreteras españolas, horadadas por baches asesinos, para retratar la esencia más genuina de la España rural. Una mujer sola, de apenas 23 años, se inmiscuía con su cámara Asahi Pentax de 35 milímetros en ... la vida de aldeanos, curas y penitentes, borrachos y solitarios, espabilados y mendigos, mujeres enlutadas o despechugadas. Con la pasión de una kamikaze, se presentaba allí donde nadie la había invitado. Retrataba a las gentes anónimas de pedanías, ermitas, romerías, carnavales, entierros, charlotadas, procesiones y fiestas de toda clase, unas de guardar y otras de desenfreno. A veces, para abrirse camino allí donde no era siempre bienvenida, solicitaba la intermediación de la secretaria del ayuntamiento, la Guardia Civil o el sacerdote.
Su vocación era insobornable: capturar la esencia mágica de un país que ansiaba salir del subdesarrollo. A contracorriente, en dirección opuesta a la estampa posmoderna y colorista que luego sería la Movida, García Rodero quiso inmortalizar los rincones misteriosos y secretos de la 'España oculta', uno de sus proyectos más queridos y que aún está por concluir. Con el tiempo, García Rodero fue la primera fotógrafa española en ingresar en la prestigiosa agencia Magnum, antes que Cristina de Middel y Lúa Ribeira. El Círculo de Bellas Artes expone hasta el 19 de agosto 152 fotos en blanco y negro de Rodero, una muestra que viajará luego a Málaga, Cuenca, Valencia y Palma de Mallorca, entre otros lugares, y de la que la propia autora es comisaria. Con motivo del medio siglo de vida de su 'España oculta', se reeditará el libro homónimo, aparecido en 1989 y que estaba agotado. Los raros ejemplares que se podían en encontrar en librerías virtuales alcanzaban precios estratosféricos.
Cristina García Rodero (Puertollano, 1949) se ha hecho cargo de organizar la exposición y editar el libro, harta ya de que le «toqueteen» sus imágenes o perpetren interpretaciones espurias. Corría el año 1973 cuando la fotógrafa solicitó a la Fundación Juan March una beca para acometer su empeño. Se proponía recorrer los pueblos de España para preservar la memoria de sus fiestas, ceremonias, tradiciones y formas de vida. Pretendía plasmar «el alma misteriosa, verdadera y mágica de la España popular en toda su pasión, amor, humor, ternura, rabia, dolor, en toda su verdad». Y ciertamente lo consiguió. El Empalao, el Colacho, el Cascaborras, sus perros famélicos, los demonios, los toreros enanos son personajes inmarchitables que engrosan una iconografía que los gobernantes del tardofranquismo querían dejar atrás por creerla anticuada. Una imagen que cuadraba mal con las ambiciones de atraer turistas a troche y moche.
Gracias a las 180.000 pesetas de la beca se compró un moderno equipo fotográfico y muchos libros, entre ellos algunos del antropólogo e historiador Julio Caro Baroja, cuyos escritos le procuraron un conocimiento profundo del país alejado de tópicos arraigados. Y, sin más armas que la lente de su Asahi Pentax y un colchón de goma espuma donde dormir si se quedaba sin hospedaje, se aventuró por caminos maltrechos. No siempre encontró palabras de reconocimiento y cariño. «He tenido suerte en la vida, he partido de cero y me he enfrentado al desprecio y no crédito sobre mi persona. Pensaban que durarían dos años», sentencia García Rodero.
Superviviente de varios accidentes de tráfico, se acostumbró a que no pocos la miraran por encima del hombro, «algo fácil» en su caso, dice esta mujer menuda que mide un metro y medio, pero a la que mueve una determinación portentosa. «Me iba a los bares para hablar con los hombres para que me explicaran cómo era su fiesta y las de alrededor». No era raro que se topara con seductores de pacotilla y tipos de transpiración alcohólica.
El blanco y negro de sus fotos es imperecedero y atestigua las pulsiones más primarias y elementales del ser humano, su religiosidad supersticiosa y su deseo de escapar de la muerte. Medio siglo después siguen sobrecogiendo sus instantáneas, como la de la mujer que se abanica dentro de un ataúd, la de quien se confiesa a las puertas de un cementerio o la de la niña que duerme la siesta encima de un trillo.
«He tratado con gente humilde que si alguna vez salió de su país fue para emigrar. '¿Ha venido a ver a la familia?', me preguntaban. '¿Tiene alguien conocido por aquí?', insistían. Y yo les decía: pues no. 'Entonces a qué ha venido'. 'Pues mire usted', les decía yo, 'creo que tiene una máscara antigua de no sé qué siglo y no queda más que esta'. Se quedaban sorprendidos de que hubiera viajado 400 o 600 kilómetros para ver su máscara, pero es que era única», asegura.
García Rodero, una de las fotógrafas que mejor ha sabido transitar del blanco y negro al color, ha adquirido una asombrosa pericia para moverse entre las multitudes y abrirse paso con su cámara para estar en primera línea. De esa España carpetovetónica y primitiva, que tan mal encajaba en los tópicos del sol y playa, la Feria de Abril y el Rocío que propagaban los artífices del 'Spain is diferent', ha pasado a retratar el alma de la India; explorar el culto que se profesa en Venezuela a María Lionza, conocida como «la diosa de los ojos de agua»; sumergirse en los rituales de Haití, donde ha dado cuenta de los sortilegios del vudú, sus danzas vibrantes y los vestigios de la esclavitud, e indagar en las tradiciones de México o la espiritualidad de los peregrinos cristianos etíopes de Lalibela...
Cinco décadas después de aquella beca que, en palabras de la fotógrafa «le cambió la vida», varias instituciones homenajean su trabajo acogiendo la exposición. La muestra viajará durante dos años a distintas sedes y se podrá ver en el Centro Cultural La Malagueta de la Diputación de Málaga, el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca y el Museu Fundación Juan March de Palma de Mallorca, entre otros emplazamientos.
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