Los caminos cruzados de Rodin y Giacometti

Una generación y un cambio de era separó al francés Rodin (París, 1840-Meudon, 1917) y al suizo Giacometti (Borgonovo, 1901-Coira, 1966), unidos por sus inquietudes plásticas y sus intereses comunes. Su preocupación por la materia y su capacidad expresiva, por el modelado y su huella en la materia, su perdurable interés por la figura humana, por la redefinición del pedestal, su gusto por el fragmento y el reconocimiento del accidente y el azar como agentes creadores.

Son solo algunos de los aspectos que destacan Catherine Chevillot y Catherine Grenier –directoras del museo Rodin y la Fundación Giacometti– comisarias de la muestra que estará en cartel hasta el 10 de mayo. Una exposición que tiene un extraordinario complemento en la que ofrece la Fundación Canal, 'Rodin. Dibujos y recortes', que desvela la parte más desconocida del proceso creativo del escultor francés a través de sus 'recortables', una suerte de bocetos tridimensionales, inéditos en España y apenas vistos fuera su museo parisino. Reúne 76 dibujos, 36 recortes y 15 esculturas que sintetizan un viaje del papel la piedra que comienza con la tijera «revelando la innovadora genialidad del padre de la escultura moderna», según Sophie Biass-Fabiani, comisaria de la exposición y conservadora del museo Rodin.

'Rodin-Giacometti' no es ni una confrontación ni un duelo entre titanes. «Es un portentoso e inédito diálogo entre dos genios que cruzaron sus caminos en la senda de la modernidad», dice Nuria Arroyo, directora cultural de la Fundación Mapfre, que acoge piezas tan notables como una copia de 'Los burgueses de Calais' (1889), la escultura grupal acaso más famosa del mundo, que se confronta con 'El claro' (1950), uno de los grupos escultóricos más reconocibles de Giacometti.

Se considera a Rodin el primer escultor moderno por su capacidad para reflejar mediante la expresividad del rostro y el gesto conceptos universales como la angustia, el dolor, la inquietud, el miedo o la ira. La misma capacidad expresiva es crucial para Giacometti, sobre todo sus obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Sus figuras alargadas, frágiles e inmóviles, denominadas por Jean Genet «los guardianes de los muertos», expresan esas emociones con la misma potencia y eficacia que Rodin, «pero despojándose de lo accesorio, de toda la complejidad de la existencia humana», según destaca Arroyo.

Creador de un nuevo lenguaje, Rodin fue un coloso, el maestro indiscutible de la escultura del XIX con el que nadie se atrevía a medirse. Entrado el siglo XX las vanguardias consideraron su lenguaje muy tradicional y marcaron distancias. Incluido Giacometti, que a pesar de su admiración hacia el maestro –lo demuestran sus muchos dibujos copiando sus obras que conservó toda su vida–, renegó un tiempo de Rodin mirando hacia nuevos escultores como Ossip Zadkine, Jacques Lipchitz o Henri Laurens.

Tras un breve periodo neocubista y su paso por el surrealismo con composiciones complejas y simbólicas, a partir de 1935 la figura humana será el centro de la obra de Giacometti. Y es ahí cuando regresa al lenguaje más expresivo y encuentra su 'leitmotiv' y su camino en la estela de Rodin. Sobre todo por la tactilidad y la expresividad que conlleva, fundamental para el afán de Rodin por representar sentimientos y pasiones humanas. Algo crucial para Giacometti, que trataría de hacer lo mismo el resto de su vida.

Estratosférico y no revelado es el valor de los seguros de las más de 200 piezas de la muestra, organizada en nueve secciones temáticas que abundan en la conexiones entre los descomunales talentos del francés y del suizo. Unas secciones que emparejando piezas evidencian e iluminan los intereses y logros comunes, su deseo no siempre satisfecho de «reinventar, de volver a las fuentes y replantear las cuestiones fundamentales» según. Chaevillot.

Se cierra con 'El hombre que camina', que confronta dos de los iconos de la exposición separados por casi 60 años. El de Rodin 'L'homme qui marche, gran modele' (1907), descabezado y sin brazos, pero heroico, voluminoso y contundente, es un referente universal de la escultura, creado a partir de una versión más pequeña de Juan el Bautista. Comparado con el de Rodin, el filiforme y etéreo 'Homme qui marcehe II' (1960) de Giacometti parece desgastado y frágil. Pero es «un símbolo de la firmeza que se mantiene en pie frente a los acontecimientos de la vida» y que como el del maestro francés, «muestra una gran expresividad con todo el sentimiento de la fragilidad humana», según las comisarias.