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Un año más la Cátedra de Historia en el Instituto Bíblico y Oriental de Cistierna (aquí si hay catedrático y licenciados, no como en otras cátedras que por Complutum pululan), durante la Semana Cultural, repleta de otras interesantísimas actividades, aportó su grano de arena sobre temas que atañen a la historia de la Montaña de Riaño.
La tradición oral conservada en estos valles de la Cantabria leonesa, corre el peligro de desaparecer por completo, sobre todo, por la desaparición de los trasmisores, y es que la despoblación que sufre nuestra comarca significa no solo la extinción de la vida humana de los pueblos y villas, también, trae aparejado el acabamiento de nuestra cultura e historia. Las leyendas conservadas en la tradición no son creadas por la imaginación desbocada de ciertos individuos, esas leyendas contienen hechos históricos auténticos que mediante la tradición oral han pasado sin interrupción de una generación a otra.
Al recorrer la montaña tras las huellas de la conquista romana de los cántabros, la que encontramos que se había desarrollado en aquel escenario montañoso no solo de acuerdo con los autores latinos sino por los correspondientes hallazgos de nuestra parte, de carácter arqueológico, tal como las calzadas y castros, no esperábamos que la tradición oral pudiera contribuir al tema con múltiples aportaciones; tampoco la descartábamos en absoluto sin haberla investigado. Un tema legendario nos salía a menudo en alta montaña: el del tesoro escondido. Se expresa en letrillas de semejante tenor, como esta recogida en Besande:
En lo más alto de Arbillos
Donde raya el sol primero
hay un tesoro escondido
que mira para hacia Otero
Pero no es tema exclusivo de las mayores alturas. También radica en los valles. Así, en el inmediato Carande se proclama:
Entre Cotoloro y Cantoro
hay un pellejo de toro
lleno de onzas de oro
La leyenda en ocasiones cruza fugazmente nuestra senda de la conquista romana. Por ejemplo, se localiza en La Canalina, un peñasco entre Prioro y Morgovejo, sobre el Cea, en donde radica un castro prehistórico que fue ciertamente sometido por Roma.
En la Canalina un pellejo de toro,
De toro pinto
Guarda un tesoro
Parecida leyenda nos salía al paso en las alturas de Aleje:
Del Borbolejo al tejo y del tejo a Pico Moro
hay un pellejo de toro lleno de barras de oro
De las tres últimas localizaciones de la leyenda la de Peña Castiello en Carande, la Canalina en Prioro y Pico Moro en Aleje, se puede afirmar que poseen un factor tangencial romano histórico de la conquista. Cotoloro y Cantoro, marcan un tramo de una variante de la vía romana del Esla, la Vía Saliámica ya establecida por nosotros como romana y aun originaria de la conquista. La Canalina presenta su conexión inmediata con el puente romano de Villaescusa (Morgobejo), dirigido estrictamente contra el castro, aparte del fabuloso paso de la vía romana por Las Conjas, solo atribuible a la conquista romana. Pico Moro y su aledaño Valle de Nuestra Señora, además del gran Castillón de Santaolaja de la Varga, castro prerromano sobre el Duerna, presenta hasta cuatro caminos que suben a dicha fortaleza, todos ellos de traza romana.
Siempre nos llamo la atención esta vecindad del tesoro y la acción romana. Hasta que un día revivió la imagen del campamento romano, el campamento estable, que cuenta con sus insignias, el águila, el erario custodiado juntamente con esas insignias y otros elementos oficiales en el llamado sacellum, en los principia (¡pobre principia de León, único en Europa, criando malvas y a merced de las instituciones de patrimonio y justicia!). Un funcionamiento semejante se ha de suponer en el campamento de marcha, durante la campaña, dada la uniformidad propia del romano. La guerra en nuestras montañas fue de guerrilla y los legionarios tuvieron que desplegarse por las alturas.
Así con las unidades operativas en el medio montañoso, p. ej., la cohorte que poseía su tesoro particular, no es extraño que el tesoro y las insignias ascendieran también a las alturas en busca de la guerrilla, teniendo que dotarse el numerario de medidas de protección. El vehículo trasmisor de esas leyendas y su reservorio histórico ha sido la jila, aquellas reuniones invernales al calor del llar de una cocina, en el pajar, o incluso en algún establo donde ancianos, mujeres, hombres y niños compartían trabajos, penas y alegrías; todo aquello que conformaba la vida material y sobre todo espiritual de nuestros antepasados, siempre pensando en la comunidad, tan alejados del individualismo feroz que actualmente mueve nuestros afanes, convirtiendo nuestras vidas en desiertos insolidarios e insensibles, llenos de penuria vital.
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