«Tenía 15 años cuando vine al monasterio. Aquel día, subía una cuesta acompañada de mis padres desde la que se veía todo el pueblo. Mi madre me dijo: 'Mira bien al pueblo, que ya no lo vas a volver a ver en la vida'. ... Se me cayó el alma al suelo». Esta es la historia de sor Visitación, abadesa del Monasterio de Santa María de Gradefes, y de otras muchas monjas que han pasado por el cenobio cisterciense cuyo origen data del siglo XII. Una vida de abnegación, renuncia y entrega a una fe en retroceso que ha hecho que entre estas piedas ya solo vivan 13 hermanas, la inmensa mayoría ya ancianas.
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Vivir en una orden de clausura como es la de Gradefes, entregada a máxima 'orat et labora' (ora y trabaja), es arduo de entender para un laico, ya no digamos para un ateo. La Diócesis de León alberga 10 comunidades de vida contemplativa, entre las que las cistercienses se caracterizan por ser especialmente rígidas y vivir apartadas de la mundanalidad. Las monjas que pueblan este cenobio apenas sin han salido de este un puñado de veces en los últimos 60 años. A pesar de ello, no se atisba arrepentimiento en su elección vital, más bien al contrario: felicidad, plenitud y comunidad son palabras que repiten a la hora de juzgar su periplo en el mundo.
Sor Inés (Antonina antes de portar la cofia) y sor Visitación tomaron los hábitos a mediados de la década de los 60. Cumplirán seis décadas de monjas en 2024 y 2025 respectivamente. En un intento de conocer mejor los porqués que las llevaron hasta la vida clerical, ambas coinciden en lo que muchas denominan «la llamada». También coinciden en que ambas son de Quintanilla del Monte, principal fuente de vocación en este monasterio, hasta cuatro hermanas nacidas en la localidad leonesa coincidieron bajo estos techos.
Visitación ya tenía una hermana monja: «Estaba en Roma y nunca venía». Esto no le gustaba a la actual abadesa de Santa María, que afirma que cuando su familia le preguntaba si quería seguir los pasos de Ángela ella rehusaba con vehemencia: «Ay, no, yo no, monja de ninguna manera». Sin embargo llegó la adolescencia y llegó algo inesperado, una suerte de epifanía: «Algo me tocó en el interior y sentía como fuego». Algo que, a juicio de la líder de la comunidad, sólo podía ser «cosa del señor». Por eso cuando algunas novicias le cuentan que su proceso ha sido paulatino, una vocación de años, Visitación tuerce el gesto: «Yo no viví nada, lo mío fue una cosa como San Pablo, me tiró del caballo y 'pum', para acá en un mes».
Para Inés, antes Antonina, sí que fue algo más gradual: «El señor me daba gracias por dentro, casi no sabes lo que es». Señales ambiguas para cualquiera, no para Inés que les comentó a sus padres que había sentido que Dios la reclamaba: «Mi padre decía que para él fue como si le arrancasen medio corazón».
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Empezó entonces una vida de «renuncias» en las que cada día hasta hoy cada jornada arranca a las cinco de la madrugada con el rezo de las vigilias, «el oficio divino que nos ha encargado la Iglesia», explica la abadesa. Posteriormente se sigue un «horario muy estricto» en el que se alertan los rezos y el trabajo diario en el cenobio, el cual pasa por la tradicional elaboración de repostería con la que obtener fondos y, un trabajo menos conocido, el cuidado de las hermanas ancianas. Y es que debido a la elevada media de edad, muchas integrantes de la comunidad no pueden participar en el día a día con normalidad. El último fallecimiento se produjo hace un mes, lo que unido a las nuevas novicias -que todavía no están instaladas- hace que Visitación dude entre si el número total de inquilinas asciende a 12 o 13 monjas. Se decanta, no muy segura, por esta última cifra.
El monasterio llegó a tener 32 integrantes de la orden cisterciense, según cuenta la propia abadesa. La cifra se ha ido achicando hasta el punto de que ahora se importan las monjas, las cuatro novicias que se están formando para entrar a la comunidad provienen de lugares tan lejanos como Venezuela y Corea del Sur. Para sor Inés esta falta de vocación que azota a las órdenes monacales no es más que una extrapolación de la pérdida de fe por parte del conjunto de la sociedad: «En las familias ya se viven los valores cristianos, están desestructuradas». A pesar de ello, no teme por el fin de la comunidad de Gradefes: «Este monasterio lleva desde el siglo XII, llegó a tener sólo dos hermanas. Yo confío en que Dios lo mantendrá».
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Por el momento, la situación es complicada. España ha perdido el 20% de las monjas de clausura en la última década, de acuerdo con datos recopilados en 2022 por la Conferencia Episcopal Española. Ha perdido más de 2.160 desde el 2012. Sor Inés reconoce abiertamente que la vida contemplativa no es sencilla y que la fe no siempre es inquebrantable: «Por supuesto que he tenido dudas, no somos santas por ser monjas, somos bien pecadoras». Crisis de fe que el año van limando hasta desaparecer: «A los 70 años, después de toda una vida entregada al señor, no le voy a quitar tres o cuatro».
Sor Visitación coincide con su hermana en que la vida de clausura tiene muchas contrapartidas, sobre todo cuando salir del cenobio estaba tajantemente prohibido: «Yo me tiré 17 años (hasta 1982) sin salir, ahora hay una mayor libertad». A pesar de ello, la abadesa reconoce que no salen, ni aunque sea a dar un paseo por el pueblo, «salvo que sea de estricta necesidad». Salidas que se limitan a visitas al médico, que se encarga de concertar la propia Visitación, o para cuidar a algún familiar.
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Mucho tiempo encerradas sin medios de comunicación, más allá del teléfono, o una radio de uso exclusivo de la abadesa, que hace que más allá de noticias contadas el mundo exterior y su evolución les llegue a través de las novicias. Cuestiones como la Guerra de Ucrania les suena tangencialmente, pero rezan por ello.
Probamos algo, le ponemos la canción de 'Quédate' de Quevedo, un tema ante el que ningún español ha podido escapar o dudaría en reconocer. Inés la escucha con una media sonrisa dibujada por la extrañeza, tras un rato exclama: «¡No, no, yo esa no la conozco! No se parece a las canciones que se cantaban antes. Eran más populares las que se tocaban en el baile».
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Ni ella ni sus compañeras sienten que se hayan perdido algo. Sí hablan de renuncia, pero desde un evidente sentimiento de orgullo. «Yo soy muy feliz, y la felicidad que tengo la querría también para otro».
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