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Introduce con sus manos el tabaco en la liadora en un gesto tan instintivo como ya casi involuntario. Lo presiona, lo iguala hasta equilibrar el producto y rozar la perfección en cada papel que lía. Le gusta fumar. Pide permiso para hacerlo e inhala el ... humo con la misma rapidez con la que proyecta recuerdos, duros y crueles, en esta vivienda que le inyecta vida. Hace ya unos años que reside aquí con su marido, que convive con más de veinte gatos y rodeada de una naturaleza que le insufla oxígeno, el que por momentos le ha impedido respirar. El que a ratos aún le falta en ese vaivén emocional que atempera desde hace 27 años, cuando una agresión sexual marcó su vida. «Aprendes a vivir con ello pero esto nunca se supera», suelta a bocajarro mientras remueve el sobre de espidifén que toma para quitar el dolor de cabeza en esta tarde de otoño.
Ella es Mónica. Aporta su nombre de pila como síntoma de la fortaleza construida en más de un cuarto de siglo para dar ahora la cara y pedir justicia, leyes que impidan que se siga violando, minando a la mujer, «la víctima». Pero oculta su rostro ante el temor aún presente de la venganza, de la amenaza de que su agresor volvería a por ella si le delata. «Me da miedo él, pero también su entorno», confiesa para justificar su decisión de ocultar su identidad.
Él, su agresor, es Pedro Luis Gallego, conocido como 'violador del ascensor', un depredador sexual que esta semana ha sido condenado a 97 años de prisión por cuatro agresiones cometidas tras cumplir otra condena por 18 violaciones y los asesinatos de Marta Obregón y Leticia Lebrato. Se cruzó en el camino de Mónica el 7 de abril de 1992, cuando esta mujer, de entonces 18 años recién cumplidos, se dirigía a su casa desde el IES Pinar de la Rubia, donde estudiaba. Eran las dos y media de la tarde. A plena luz del día. Y Pedro Luis Gallego, a punta de pistola, anotó la primera víctima de una larga lista de mujeres a las que destrozó la vida. «Yo ahora vivo con normalidad, tengo mi trabajo, mi marido, mi familia, en definitiva, mi vida. No quiero que se me vea como una víctima que no ha conseguido salir de esto pero sí es cierto que tengo limitaciones, sobretodo en mi vida en pareja, y también tengo mis temores cuando camino sola por la calle y siento pasos cerca. Me paraliza».
Hace 27 años de aquel fatídico día, de un largo periplo que le postró ante la Policía Nacional, acompañada de su madre y apoyada por todo su entorno, y le empujó a un reconocimiento de pruebas casi constantes hasta su detención, unos meses después. Ella era su primera víctima tras haber salido de prisión por una condena también por violación en 1984. Y, pese al bloqueo de las primeras horas, no tuvo ninguna duda de que Pedro Luis Gallego era la persona que acababa de atarla, retenerla y violarla. Y de amenazarla. «Me dijo que me tenía que matar porque él no iba a volver a prisión. Pero el instinto de supervivencia hizo que en ese momento me inventara que mi madre padecía de corazón y que no le iba a contar nada de esto porque sufriría, le supliqué que me dejara ir y lo hizo. Pero me dijo que si le delataba volvería a por mí».
Las palabras se grabaron a fuego en esta mujer. Mónica, risueña, alegre, optimista con todo lo que le rodea y de una fortaleza que quiere exhibir, aún siente miedo. Lo sintió cuando tuvo que volver a mirar a su agresor para reconocerle en el juicio donde le condenaron a 273 años por 18 violaciones y dos muertes, las de Marta Obregón y Leticia Lebrato. Pero especialmente cuando quedó en libertad en el año 2013 tras cumplir casi 21 años de la pena. ¿Fue justo? «Nunca me ha parecido justa su condena, ni la de él ni la de ningún agresor sexual. Esta persona lleva entrando y saliendo de la cárcel desde el año 1979, que es cuando cometió su primer delito. Si se hubiera aplicado la justicia de verdad probablemente se podrían haber evitado todas las agresiones», se lamenta.
No entiende que hace seis años este doble asesino y violador multirreincidente quedara en libertad. No encuentra un motivo por el que alguien que había reincidido en delitos tan graves cumpliera 20 años de 273 años de condena. «Puedo llegar a entender que haya que dar una segunda oportunidad a delincuentes que se la merecen. Pero con gente así, si ves que la segunda vez ha vuelto a hacer lo mismo, enciérralo y tira la llave», dice en el único gesto –leve– de rabia que asoma por su rostro. «Que se pudra, que se pudra en la cárcel», prosigue con la mirada fija en la mesa de obra de su cocina. «¿Qué derechos humanos defiende toda esta gente que está a favor de la reinserción? ¿Qué derechos he tenido yo, Leticia Lebrato, nuestra familia...? Que se pudra, que yo llevo una cadena perpetua y Leticia Lebrato una condena a muerte. Pero es fácil decir 'pobrecito, que va a estar toda la vida en la cárcel'. ¿Y por qué tengo que llevar yo esta condena? Ha salido él antes de su condena que yo de la mía, que aún sigo».
Es el sistema, «la educación, que está fallando», las leyes y la justicia lo que precisamente le empujan ahora a hablar, a tomar oxígeno y poner sobre la mesa la «frustración» que siente al comprobar que 27 años después de lo que le ocurrió a ella estos hechos siguen vigentes, con violaciones que ahora van más allá y son grupales o en manada. «Eso es lo que más me afecta. Cada vez que veo una noticia de esas siento impotencia y rabia, siento la necesidad de hacer algo para que esto no vuelva a ocurrir. Que esto estropea nuestra vida, pero también la de nuestras familias. Y que quede claro que las víctimas somos nosotras. Que quede claro que nosotras no debemos avergonzarnos de nada, que no es nuestra culpa. Que cuando dices no es no y no hay más».
Mónica abre un nuevo paquete de tabaco. Desenrolla más papelillos de liar y prepara los cigarros que fumará más tarde. En su historial médico no hay rastro de sesiones de psicólogos que su familia no podía pagar. Ni de pastillas que le ayudaran a evadir pesadillas. Ni siquiera obtuvo una ayuda del Gobierno. Solo el apoyo de los suyos y de la asociación Clara Campoamor. «No quería ayuda, solo que todo terminara cuanto antes». Que todo termine ya. A eso se aferra. A que Pedro Luis Gallego llegue hasta el fin de sus días en prisión. A que el sistema «no vuelva a fallar».
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