No están los druidas. Se han debido esconder, alertados por el sonido de las voces. Pero es igual. Custodiando el árbol sagrado ronda una pareja de buitres negros. Igual, quizás, que en los tiempos en que este ejemplar echaba sus primeros brotes. Pongamos ... que cuando las mesnadas de Alfonso III de Asturias, el rey Magno, se asomaron al Valle de Iruelas para ver hasta dónde podían empujar al moro España abajo. La escena es sobrecogedora.
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El Tejo de El Barraco es un árbol femenino. Su hendidura en medio del tronco –nudoso, voluminoso, espléndido– no deja lugar a dudas. Ejerce una atracción irresistible. En estos días de otoño, no es fácil sacar a Luciano Díaz-Castilla de su entorno. Es el momento mágico del año en el que su Valle del Corneja se transforma en el valle del color, y el pintor es cautivo de los ritmos del aire y de la luz. Pero en Iruelas ha encontrado otra casa. El tronco milenario del tejo exhibe un verde veronés que le seduce.
El Tejo de El Barraco está catalogado como el más grande de Castilla y León. Se localiza en el Valle de Iruelas, a partir de la pista de Cantos Gordos.
De copa achatada, el tronco, del que parten grandes renuevos, es su característica más singular. Está en perfecto estado de conservación.
Su edad se cifra entre 1.000 y 1.200 años, lo que le convierte en uno de los más viejos de la comunidad.
Además de los buitres negros, un ejército de árboles y arbustos parece defender a la vieja reina del bosque. Genistas, escaramujos, laricios, majuelos, pinos albares… Hasta un acebo en flor. El emplazamiento del árbol, en un venero claro protegido del viento del sur, surtido permanentemente de humedad y de frescura, sin duda ha sido su mejor baza para la supervivencia. Para la historia. Porque acercarse al Tejo de El Barraco, tocar su tronco, es también tocar la historia de esta tierra.
Así lo siente el pintor, que se sienta a tomar sus apuntes del natural junto a los musgos imposibles que tapizan la corteza. Un tronco mil veces muerto y resucitado del que surgen cuatro, cinco, seis renuevos monumentales. En el interior de la campana que forma el árbol, debajo de su falda, Díaz-Castilla recuerda los versos de Juan de la Cruz: «Las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos». Con la misma devoción ha tomado sus rotuladores Posca, de Mitsubishi, para encajar el árbol en el papel y capturar sus tonos esenciales.
Cuando ya se retira, descubre el árbol de cuerpo entero. Un tejo espléndido, sin duda. Pero nada en comparación con ese espacio, con ese nudo troncal donde el tiempo se lee como un poema primigenio. El encuentro entre el árbol y el artista ha sido redondo. Como la cúpula del tejo.
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