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M. J. Pascual
Sábado, 2 de abril 2016, 12:09
Lo que se llega a guardar en el armario. Una vida. Menos mal que lo mandamos hacer de tres cuerpos, bieeeen amplio. Ahí sí que me impuse. Entonces, ni sabíamos lo que era un vestidor. No salían ni en las películas de destape, cuando Ozores ... y otros dos más se metían, hasta fumando, en aquellos armarios blancos de lamas que iban a juego con dos sillones de enea calada, un remedo de mobiliario colonial rematado con un ventilador de aspas en el techo más falso que los paisajes de Avatar.
Nada de vestidores. La clase trabajadora aspirábamos a los empotrados, y este nuestro iba a ser de categoría. Siempre me ha gustado ir a la última y de novios ya llevaba un buen ajuar, así que hacía falta un ropero bien grande, de tres cuerpos y con espejos. En eso tuve que ceder. El día siguiente de nuestra boda, llevé mi vestido de novia al tinte y estaba deseando recogerlo para colgarlo en la parte del armario más cercana a la cama.
Un símbolo de nuestro amor. Veintitrés años que hemos tenido para ir llenándolo, y gracias a la estricta organización, porque si es por Manolo habría metido hasta los aparejos de pesca. Sin muerte. Qué chocante es eso. Te engancho en un anzuelo, te saco de tu elemento y te dejo sin respirar un buen rato, ya verás que sensación más divertida. Mi Manolo siempre ha tenido sus gustos y yo se los he respetado, pero eso de la pesca sin muerte Aunque eso es casi mejor que si hubiera salido cazador, que las escopetas me dan mucho miedo. Imagínate si llega a guardar una en el armario cuando le dan esos arrebatos. Menos mal.
La verdad es que el ropero está todo organizadito, por colores y tipos de prendas. Milagrosamente, para llevar veintitrés años llenándolo, hay bastante hueco. Se está cómodo al principio, aunque después de tantas horas tengo hormigueo en una pierna. Esto va a ser como en las películas de los Hermanos Marx, cuando empieza a salir gente del armario. Pero el género de esta otra película no será cómico, no. Verás qué gracia, Manolo. Menos mal a la niña, que anoche le dio pena y me dejó entrar en casa cuando su padre se fue a la fábrica. Se piensa que me puede echar de casa así como así. Veintitrés años y tres hijos, ¡cómo para no estar muy cansada...!
Digo yo que, si hubiéramos puesto un interruptor dentro del armario podría leer para matar el rato, porque de darle vueltas y vueltas se me viene cada cosa que se me hace un nudo en la garganta y se me nublan los ojos.
Ya está ahí. Pisa igual de fuerte que cuando tenía veinte años y es como un reloj. Acaba el turno a las seis y son y media. Llega clavado y dándole al móvil. El sinvergüenza. ¡Con cuál de todas sus amiguitas estará hablando! Menudas facturas de teléfono, y luego decía que era culpa de la compañía, que le cargaba llamadas que no había hecho, que le iban a oír, que se iba a dar de baja. Pero qué cara más dura, como si yo me chupara el dedo, vamos. Riéndose de sus hijos y de su mujer, negándolo todo, mirándome como si estuviera loca. Y ahora, desde que consiguió que me ingresaran, aprovechando para tirarse en la cama con el mono y los zapatos puestos. Ay, Manolo, más vale que dejes el áifon y te duermas de una vez por todas. Que el armario, mi precioso armario de tres cuerpos, que no pienso dejar que lo disfrute otra, está plagadito de monstruos y yo tengo la llave.
Duérmete ya, Manolo, que tu pesadilla te espera.
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