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íÑIGO sALINAS
Sábado, 9 de septiembre 2017, 16:30
La segunda semana del Camino ya está muy avanzada y hace varias jornadas que el peregrino relegó a las catacumbas del olvido los distingos entre caminantes. Porque aquí, entre albergues, campos de trigo y de maíz, 30 kilómetros al día y tardes que destrozan los termómetros todos somos iguales. Porque aquí, entre alamedas, puentes y ríos que cruzar no importa que el de la litera de al lado mime su rostro con afeites o que las manos del de la de arriba estén cuarteadas de tanta lucha con la vida.
David es de los segundos, de los que se han peleado y han ganado. Se ha peleado con la tristeza de los posos del alcohol y con la estela depresiva de la cocaína. Y ha ganado la batalla a los posos y a la estela. Ahora, doce años después de hacer mutis por ciertos foros, vive en La casa de los dioses, un peculiar recinto a seis kilómetros de Astorga que se torna el Edén después de atravesar los páramos improductivos y los caminos pedregosos de una jornada monótona.
Porque David, además de los nombres de sus dos hijos tatuados en chino bajo la oreja izquierda, tiene un corazón de 42 años que alberga tanto despego que ni tan siquiera concibe cobrar por alguna de las piezas de fruta que inundan La casa de los dioses. Plátanos, piñas, sandías y melocotones se alternan con botellines de agua fría, zumos de naranja y asientos en los que descansar.
Los peregrinos llegan, paran un rato, comen, beben y se van. Pero David permanece allí día tras día hasta que por cualquier motivo, o sin él, tome otro rumbo hacia cualquier parte. Hasta entonces David continuará regalando ganas de vivir y demostrando que para encontrar la felicidad basta con un vaso de agua cuando se tiene sed o con una charla cuando se quiere hablar. Y eso, no tiene precio porque nadie lo puedo pagar, ni los que cuidan su rostro con afeites ni los que tienen su manos agrietadas.
El peregrino llega a Astorga, pasa por la casa natal de Leopoldo Panero, deja atrás la catedral de Santa María y sin detenerse continúa hasta Murias de Rechivaldo, donde hará noche en el albergue del número 53 de la calle Nueva. En una vía perpendicular, Manoli habla con su nieto, un niño de cinco años que responde al nombre de Amando y que camina al lado de su abuela, a quien coge de la mano: «Has llorado y no te has dejado hacer nada. Ya verás cuando se te pongan las muelas negras y haya que arrancarlas», dice Manoli. Pero Amando ni entiende de dentistas ni de nada más allá de lo inmediato. Ni falta que le hace. Él entiende de mundos infantiles, y con eso sobra: «Ya me han metido a las hormigas para que se coman a los bichos malos, ¿a que sí, abuela?». Y la abuela sonríe y asiente comprensiva antes de murmurar: «No hubo manera, una vez más». Y ambos continúan su camino. Amando quizás fantaseando con la guerra que se libra en su boca. Manoli queriendo todavía más a su nieto.
A la entrada del albergue de la calle Nueva Pedro, un hospitalero alto y de pelo cano, recibe al peregrino con un «buenos días», un vaso de agua fría y un cuenco de arroz integral y le invita a sentarse en el banco del recibidor. Bebe el agua, se quita las botas, las deja en una esquina junto a los bastones y reposa la cabeza sobre sus manos. Está agotado. De pronto nota un aire fresco que viene en todas direcciones. Alza la vista y si no llora es por vergüenza: es Pedro que, agitando un abanico, trata de refrescar al peregrino. «¿Mejor?», pregunta.
Es difícil continuar viviendo como si tal cosa cuando en un mismo día un desconocido te ha ofrecido comida y bebida y otro te ha abanicado de arriba abajo para ayudarte a paliar el calor. El peregrino, una vez más, se siente avergonzado de sí mismo y dedica las horas que quedan hasta que anochezca a pasear y a mirar los pájaros y el vaivén de las copas de los árboles al compás del viento.
Antes de dormir, a eso de las ocho, tres ancianas toman la fresca en unos bancos de piedra, junto al albergue. Hablan de Rajoy y de Iglesias y de las flores del balcón de «la Concha», que «las tiene más guapas que nunca». Una de ellas se lanza con un chotis de Agustín Lara: «Cuando llegues a Madrid, chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés». Las otras tararean. Luego silencio. Y después sale a la palestra san Judas Tadeo y los burros y los gitanos. De pronto, una de ellas mira el reloj y se levanta: «Las nueve y media. Hasta mañana. ¿Han visto el gorro que me ha regalado mi sobrina?», pregunta mientras se va. «Sí, le hace 36 años más joven», dice otra. Y silencio.
No son todavía las siete de la mañana y el peregrino ya está de camino hacia El Acebo, a más de treinta kilómetros del punto de partida. En Rabanal del Camino oye diez campanadas y en Foncebadón disfruta de las pallozas, del silencio y de un paisaje verde puro mientras toma un refresco de limón y dos trozos de pan con salchichón que le dan fuerza para ascender hasta la Cruz de Ferro, a más de 1500 metros de altura, que marca el límita entre la Maragatería y el Bierzo.
De ahí a El Acebo apenas hay ocho kilómetros, pero en medio está Manjarín, un pueblo cuyo único habitante es Tomás, un caballero templario, y cuya única vivienda es un muestrario de espadas, banderas y libros. La electricidad brilla por su ausencia, la cocina es de leña y la letrina de cal. Tomás lleva visera y barba descuidada y del cuello le cuelga un medallón plateado. Viste un pantalón a rayas, sandalias y una camiseta sucia con la cruz de la Orden en el pecho. Habla despacio, como cansado. A su lado está Calcetines, un pastor alemán que le acompaña «cuando hace bueno y cuando no».
De Manjarín a El Acebo no llega a haber siete kilómetros, pero la jornada ha sido dura y las piernas dan sus últimos coletazos. En esos últimos metros de bajada, el peregrino se acuerda de David, ese hombre de 42 años que un día se alejó del precipicio y se lanzó a la vida de los demás. También le viene a la cabeza Pedro, un hospitalero enclenque que se inclina para abanicar a un peregrino a quien acaba de conocer. Se acuerda de Amando y de su abuela Manoli... dos vidas de la mano. Recuerda a las tres ancianas, esas que apuran la tarde en el banco de piedra junto al albergue hablando de políticos, flores y santos. Y de Tomás, un templario del siglo XXI... Ninguno de ellos es peregrino, pero todos son parte del Camino.
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Juan Cano, Sara I. Belled y Clara Privé
Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
Clara Alba, Cristina Cándido y Leticia Aróstegui
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