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íÑIGO sALINAS
Domingo, 3 de septiembre 2017, 14:09
Lo que se espera de un peregrino que sale a primera hora de la mañana del convento benedictino de las Carbajalas es que gire a la derecha y continúe las flechas amarillas para llegar a Trobajo, y después a la Virgen del Camino, y así, municipio a municipio, hasta alcanzar Santiago. Pero el Camino no es llegar, sino ir recolectando recuerdos de las personas y los lugares que se van pasando. Y dejar atrás León sin callejearlo, sin sobrecogerse contemplando las vidrieras de la catedral y el románico de la basílica de San Isidro, sin volar a 1639 para ver a Quevedo con grilletes en San Marcos o sin comer jijas o morcilla a cucharadas en el Húmedo es obviar sin decoro una ciudad que esconde en cada rincón un motivo para no parpadear.
Después de recorrer las calles leonesas, el peregrino reanuda el Camino a las dos de la tarde, una hora pésima para caminar en pleno mes de junio, pero la ciudad lo merece. Siguiendo las indicaciones del día anterior de Ángel y Carlos, dos trabajadores de protección civil, toma la ruta alternativa que pasa por Villar de Mazarife por ser «la original: allí hay agua y, hace años, cuando venían a caballo, tenían que pasar por las charcas para beber».
El peregrino pasa por Fresno del Camino, Oncina de la Valdoncina y llega a Chozas de Abajo más a rastras que de pie. Un «bar» escrito en pintura blanca en una pared junto a una flecha le anima a seguir para beber algo frío y reponer fuerzas. Al doblar la esquina a la derecha ve mesas y sillas, pero ni rastro de vida. Un cartel, esta vez en la puerta del bar y escrito a boli, termina por desalentarle: «Miércoles cerrado por descanso». Cinco kilómetros no son demasiados, pero en el Camino las distancias no se miden en kilómetros, sino en circunstancias. Y cuando las circunstancias se ciñen a una esperanza truncada, a un sol abrasador en mitad del páramo leonés y a una cantimplora que solo ofrece agua caliente, esos cinco kilómetros hasta Villar de Mazarife son una eternidad.
Llegar al Albergue de Jesús y creerse don Quijote en la venta que tomó por castillo es todo uno. Una amplia puerta de entrada con dos pilares de color albero a cada lado da la bienvenida al peregrino. Una pequeña piscina, una moqueta de hierba bien cuidada, mesas, sillas y sombrillas son una cotidianeidad que a estas alturas de peregrinaje se tornan en lujo. Dentro, una pequeña sala sirve de punto de registro de los caminantes. Más adelante, un antiguo patio interior alberga un bar donde también se sirven comidas. Más allá, baños con duchas y dos habitaciones; «las más frescas», apunta Yoli, una de las encargadas. Arriba, más habitaciones y baños. En los pasillos superiores, junto al mirador interior, colchones distribuidos por el suelo. «Hoy dormirán fuera. Hace mucho calor», aventura Yoli antes de informar de que «se cena a las siete y media o así, pero como eres español, si quieres hacerlo más tarde, no hay problema».
El peregrino elige una de las habitaciones del piso de abajo en la que no hay nadie y se da un remojón en la piscina que le abre el apetito y las ganas de indagar por las calles del pueblo. En la taberna de la plaza toma una ración de oreja y acepta «unas gotinas» de orujo en el café. Junto a la iglesia del XVI once hombres descansan sentados a la fresca. Todos apoyan ambas manos en sus cachabas. Todos miran hacia abajo. Todos alzan la vista al paso del peregrino. Ninguno habla.
En la puerta de entrada a la Traslación de Santiago Apóstol está Pilar, una vecina de Trobajo del Camino que desde hace un año enseña voluntariamente la iglesia a todo aquel que quiera verla. Entre San Isidro Labrador, el pintor Raposo, hojas de pan de oro y cigüeñas, sale un nombre que el peregrino lleva escuchando desde varios kilómetros atrás: Sury.
Sury se llama Dani, tiene 42 años y desde hace once vive con su «parienta» en un terreno junto a la laguna de Chozas de Arriba, donde comparte sus días con «quince perrines de difícil adopción» por los que cambió su trabajo de basurero en Léon por una vida en el campo rodeado de encinas, robles, quejigos, somormujos, aguiluchos cenizos y águilas calzadas. «Además de cuidar a mis perrines, invito a los peregrinos a que planten un árbol», explica. «¿Quieres verlo?»
Un Opel Corsa destartalado de color rojo que va a cambiar por un triciclo solar biplaza con pedaleo asistido sirve para llegar al Bosque de Sury, lugar donde lleva a cabo su proyecto de acogida de animales y de plantación de árboles. Tras abrir la puerta, un muestrario de canes de caza, mestizos, mastines leoneses y labradores se abalanzan cariñosos sobre su dueño, que los acoge entre sus brazos a golpe de besos. «¡Pecas, cariño! ¡Duende, Marta! Gorka, ¡no te había visto! ¡Hola Alfonso!». El peregrino se mantiene a un lado sin mover un músculo por temor a que los perros lo interpreten como una amenaza...
-¿Tienes miedo? – pregunta Sury.
-Estoy muerto de miedo – responde sin apenas mover los labios para que los perros no se enfaden.
Tras dar un paseo por El bosque de Sury, ver los árboles que van plantando los peregrinos y recibir una lección sobre compostaje y otros recursos naturales que al peregrino le pillaban en las antípodas, ambos se dirigen al albergue Tío Pepe, donde se refugian del calor bajo unos aspersores que de vez en cuando lanzan agua nebulizada. Una botella de sidra sobra para prolongar la conversación hasta bien entrada la tarde.
Las nueve se han echado encima en un abrir y cerrar de ojos. El peregrino se despide de su compañero con un protocolario «volveremos a vernos» y en el albergue de Jesús pide un filete de ternera con patatas. «Ves, los españoles cenamos más tarde», recuerda Yoli. «Los extranjeros ya han cenado hace un par de horas».
En la habitación donde a media tarde solo estaba la mochila del peregino, ahora descansa un joven alemán que mañana comenzará su camino y un señor irlandés que supera los setenta que comenzó a andar en Saint-Jean-Pied-de-Port. El peregrino se tumba sobre el saco, dice «good night» y duerme.
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Juan Cano, Sara I. Belled y Clara Privé
Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
Clara Alba, Cristina Cándido y Leticia Aróstegui
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