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Ana Santiago
Miércoles, 14 de diciembre 2016, 21:04
No conoce otra vida. Su madre la llevaba en brazos al colegio; era una época en que ni siquiera una silla de ruedas formaba parte de su existencia. «Hice Ingreso y Primero en un colegio para niños con problemas. Me gustaba mucho y la profe ... más; era muy buena,aunque me ponía muchos deberes y se enfadaba si no los hacía todos». No tuvo una infancia como los demás niños, no corrió detrás de un balón o saltó una valla. No jugaba al corro de la patata o al escondite. «Los demás niños no querían saber nada de mí porque no podía correr. Solo iban a verme el día de los Reyes Magos, para ver que me habían traído». Y así, Dolores Barahona ha recorrido sus 71 años. Siempre con ayuda, siempre dependiente.
Una parálisis cerebral ha limitado su cuerpo, sus movimientos;pero, desde luego, no su despierta mente. Su cabeza conoce las noticias y avatares del país, lee y ve películas en la televisión, entiende el papeleo que resuelve alguna ayuda administrativa, sabe de sus cuentas e hipoteca y capta las bromas y los giros, la ironía y la conversación. Tiene una memoria capaz de repasar los más mínimos detalles de su pasado, no olvida una dirección, el número de una calle, dónde estuvo; aunque las palabras se le tuercen para salir y expresarse, tropiezan.
Un 23 de marzo de 1945 en Madrid. Su madre era algo mayor para tener su primer hijo, 44 años; la pequeña llegaba con los pies por delante, sietemesina y con tan solo un kilo de peso. «Estoy aquí solo porque Dios quiso». Un parto difícil, aunque de «solo dos horas»: «El médico me dio un tirón de la cabeza y los especialistas dicen que todo vino de ahí». Ya no quisieron más hijos: «Me tuvieron muy tarde y se les quitaron las ganas de tener más».
Dolores Barahona salió en las páginas de El Norte un 21 de diciembre de 2008. Reclamaba la ayuda reconocida pero no percibida de la Ley de Dependencia. Entonces ya hizo su carta a los Reyes Magos Un colchón y una tele y algo de ayuda... Y le llegaron, varias entidades le hicieron el regalo de estas ayudas. Ahora Lola, que lo recuerda bien, ha escrito de nuevo una carta con la confianza de una niña pequeña. Esta vez quiere cambiar las puertas de su casa, que le estropearon las inundaciones de Arturo Eyries en 2001, y «un horno, una olla exprés y un mueble, para el salón». Y así tiene la lista clara de sus prioridades. La televisión le da la vida cada noche cuando su cuidadora, hacia las 19
Sus padres cuidaron de Lola toda la vida. Buena parte de ella la pasó en el pueblo, en Recas (Toledo). «Recuerdo que mi padre tenía una cabra. Era jardinero y se encargaba del huerto del colegio San Bernardino. Me subía encima de la cabra y me daba paseítos. A mí me encantaba». También se acuerda de que «tenía muchas abuelas». «Vivíamos enfrente de cuatro pabellones de la residencia de ancianos y me hacían compañía. Me enseñaban a jugar a las cartas, al parchís... Tengo fotos con algunas». Después, en 1975, moriría su madre y en el pueblo ya nadie podía cuidarla. «Había una residencia para niños inválidos en la calle Santuario de Valladolid y por eso me llevaron a allí.Estuve cinco años y medio,pero luego se quedó solo para sordos y me tuve que ir a un piso de alquiler con una cuidadora». Su padre se trasladó, para estar más cerca de ella, a la residencia de lasHermanitas de los Pobres, también en Valladolid. En 1981 murió, a los 89 años. «Me quedé huérfana».
Dos pensiones, de hijo a cargo y de orfandad, defienden los días de Lola con 1.224 euros. Paga la hipoteca de su casa, en el vallisoletano barrio de Arturo Eyries, la luz, calefacción y agua. Paga a su cuidadora, la comunidad y la plaza de garaje, que no consigue alquilar y ella no usa. Limpieza, comida, medicinas, pañales porque «hay copago en todo», explica y cuantos gastos supone meramente subsistir. Lola pensó hace ahora casi diez años que la Ley de Dependencia mejoraría sus horas. Antes de esta normativa, desde los Servicios Sociales le llegaba un catering del Ayuntamiento, ayuda a domicilio y la atención de una señora que se encargaba de levantarla y cuidarla. En mayo de 2007 recurrió al amparo de la nueva ley y año y medio más tarde todavía esperaba una prestación que estaba aprobada pero no llegaba. Fue víctima de los primeros avatares del comienzo de una normativa que, en el caso de Lola y dada su opción personal, le ha quitado más que darle.
En 2009 perdió, pese a su 92% de minusvalía reconocida, el servicio de teleasistencia gratuito. La nueva regulación le reclamaba el pago de 375 euros al mes por los citados servicios municipales de limpieza, comida, atención y este dispositivo para garantizar su seguridad. Una «cantidad inasumible» porque su cuidadora le supone más de 700 euros de salario Dolores precisa ayuda continua y la hipoteca se acerca a otros 200. La Ley de Dependencia solo le aportaba y así sigue en sus 10 años en vigor 31,92 euros al mes por cuidados en el entorno familiar. Recuperó la teleasistencia tras presentar un escrito al Consistorio. Nada más. Cobró durante algún tiempo 200 euros para la asistencia en su propia casa,pero los recortes de 2012 arrasaron con los ingresos de Lola y bajaron a los citados casi 32 euros. Y esta es su prestación, la ayuda que la borra de las causas pendientes. Y es que el sistema se empeña en que Lola tenga otra opción de vida. La de entrar en una residencia y pasar sus días «mejor cuidada» y sin que le falte de nada. ¿De nada? Lola adora la vida que consigue llevar. Tiene dos perros. Rex y Sultana acompañan sus paseos, incluso escoltan su silla de ruedas por fin eléctrica, aunque tras llevar al INSS a los tribunales para que se la reconocieran cuando sale a la calle. Tiene seis gatos, el último, Andy, se lo acaban de dar, y no soporta la idea de no llenar sus horas con ellos. En una residencia, imposible tenerlos. Cuando era pequeña, cuando los niños huían de su compañía, los gatos llenaron ese espacio y la han acompañado durante toda su vida. También le gusta pintar y estudió algo de informática, iba a unas clases gratuitas en Juan de Austria hasta que «las cerraron por recortes» y como no tiene ordenador no puede escribirse con sus amigos. «Tengo algunos en el extranjero y muchos muchos primos,pero no quieren saber nada de mí. Si tuviera un ordenador, podría entretenerme más y hay un amigo de una tienda que dice que me lo pone ya, porque estoy ahorrando, y que se lo vaya pagando;pero así no quiero».
Lola quiere estar en su casa, con sus niños, como los llama ella. Los vecinos le regalan ropa y, a veces, comida. Las dependientas de un supermercado cercano hay otro donde no la atienden la quieren mucho y la ayudan. «Cuando no me llega el dinero me lo prestan y luego no quieren ni a tiros que se lo devuelva»; el veterinario atiende y vacuna gratis a sus mascotas; una amiga de una protectora le regala la manutención para sus animales; un amigo, abogado, le llevó la reclamación de su silla de ruedas eléctrica; otros le ayudan a escribir solicitudes o papeleo; la iglesia evangelista también «cosigue cosas» y se las da... Su conversación siempre está salpicada de las aportaciones de un mundo que, al menos con Dolores, sí entiende de solidaridad y apoyos. Ella conquista, desde luego. Reparte simpatía con sus palabras y una alegría extraordinaria pese a vivir postrada en una silla de ruedas. Sin amarguras en sus días: «Los demás no tienen la culpa de lo que me pasa», argumenta. Y si se le pregunta por el secreto de semejante caracter, no lo duda: «Si te lo digo, ya no es un secreto». Y ese pacto con la vida lo lleva con una absoluta dignidad./p>
«Mi espíritu no está de acuerdo con mi cuerpo. Es más libre. Mi cuerpo me ata, querría ser más libre y no puedo». Lo dice de pronto. Se sumerge en una realidad incontestable para explicar que cuando se le cae algo, simplemente eso, y no puede cogerlo, lo pasa fatal de rabia. Y añade, desde sus 71 años de parálisis cerebral, de encierro en un cuerpo que no le responde, que «nunca te acostumbras a esto. Nunca».
Dolores sale cada día «a trabajar», asegura. Y llama trabajar a ponerse un cartel que la califica de mendiga y un vaso para pedir limosna, habitualmente en el paseo de Zorrilla. Es lo que le da algún pequeño extra en su vida; el resto, lo oficial, simplemente no resuelve su existencia. Y qué haría más feliz a una persona como Lola, lo tiene muy, muy claro: «Poder ir al cine alguna vez, o al teatro. Poder tomarme una taza de chocolate, me haría un poquito más feliz. Comprarme algo de ropa nueva». Sencillo. Lola quiere vivir.
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