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Enrique Berzal
Domingo, 29 de mayo 2016, 12:59
«Ningún profesor de la Universidad de Valladolid puede solicitar una plaza en la Universidad de Barcelona; pero ellos ocupan las de Barcelona y pueden ocupar las del resto de España. Análogamente ocurre en las demás profesiones y empleos. Pronto ocurrirá lo mismo en Vasconia, ... en Galicia y en Valencia, y mientras tanto, los demás españoles no podremos salir de nuestra región, y aquí ocuparemos el puesto que ellos nos permitan». Con este espíritu retomaba el doctor Misael Bañuelos, nuevamente en las páginas de El Norte de Castilla, la lucha castellana y leonesa por la autonomía.
Era mayo de 1936, hace 80 años, y una vez más, como en 1932, la liebre catalana alertaba con sus zancadas autonomistas a la tortuga castellana. Si aquel año de 1932 la aprobación del polémico «Estatuto de Nuria» desataba la reacción de hombres como Narciso Alonso-Cortés o Misael Bañuelos, que enseguida demandaron un autogobierno castellano y leonés en pie de igualdad con el catalán, en mayo de 1936 la dinámica se repetía. Pero esta vez con una determinación mayor.
La razón es evidente: tres meses antes, el triunfo electoral de las izquierdas coaligadas en el Frente Popular terminó por desatascar el desarrollo autonómico que los gobiernos de centro-derecha habían paralizado con su llegada al poder, a finales de 1933. El acelerón autonomista se plasmó en la reposición de la Generalitat y del Estatuto catalán, pero también en el inicio del debate parlamentario sobre el Estatuto vasco, en el plebiscito del gallego y en las proposiciones autonomistas procedentes de Andalucía, Valencia y Aragón. Cuando ese mismo mes de mayo de 1936 comenzó sus trabajos la Comisión de Estatutos presidida por el socialista Indalecio Prieto, en Castilla y León se articuló rápidamente una doble respuesta.
La primera, con Antonio Royo-Villanova a la cabeza, incidía en los durísimos ataques contra las pretensiones catalanas y se oponía al «Estado integral» aprobado en la Constitución republicana por entender que las autonomías horadaban la unidad nacional. La segunda respuesta, aunque más constructiva, también obedecía al tradicional mecanismo de defensa de Castilla ante el avance autonomista de Cataluña, por lo que proponía evitar la previsible discriminación política y económica de la región mediante un Estatuto de autonomía propio. En este sentido se pronunciaban los citados Alonso Cortés y Bañuelos, entre otros destacados intelectuales y políticos del momento.
Este último, que ya en 1932 se había significado a favor de un proceso de autogobierno propio capaz de responder al aprobado en Cataluña, fue el primero en salir a la palestra periodística. Su artículo «Intereses castellanos: los nuevos Estatutos de Autonomía», publicado el 16 de mayo de 1936 en la portada de El Norte, alertaba sobre la necesidad de que Castilla, si de veras quería subsistir en medio de la marea autonómica abierta, debía «ponerse en pie de igualdad con las demás regiones, sin soportar el que se la coloque en un plano de inferioridad».
Abogaba Bañuelos por iniciar un proceso autonómico castellano y leonés y lo interpretaba como el único y más eficaz mecanismo de defensa regional para evitar la discriminación y marginalidad: «Se va a conceder el Estatuto vasco, se acelera la presentación del Estatuto gallego y está en marcha la petición del Estatuto valenciano. Si a cada una de esas regiones se las concede -y sería irritante injusticia no hacerlo- las mismas ventajas económicas y administrativas y políticas que se han concedido a Cataluña, la situación en que quedarán las restantes regiones unidas al Poder central será la de imposibilidad absoluta, matemática, de poder subsistir, y no les quedará otra solución que pedir el Estatuto en igualdad de condiciones o entregarse en colonia al mejor postor».
De esta forma Bañuelos reabrió el debate sobre la necesidad de avanzar hacia una autonomía castellana y leonesa. Los primeros en recoger el guante fueron los principales periódicos de la región, con El Norte de Castilla a la cabeza, a los que siguieron los diputados castellanos y leoneses de centro-derecha. Poco se ha escrito sobre esto último, cuando constituye un dato relevante: líderes destacados de la CEDA, con el salmantino José María Gil Robles a la cabeza, monárquicos independientes y representantes agrarios se apresuraron a promover la redacción de un Estatuto de Castilla y León como reacción defensiva ante el triple avance nacionalista, catalán, vasco y gallego.
Paradójicamente, aquellos que tanto habían arengado contra las autonomías por entender que desmembraban España y socavaban la unidad nacional, proponían ahora un régimen autonómico para las tierras castellanas. Y es que su motivación era claramente reaccionaria; como reconocía el mismo Gil Robles el 19 de mayo de 1936, a él y a su grupo les seguía repugnando la palabra Estatuto, pero no les quedaba otro remedio que impulsarlo en Castilla y León para defenderse de las ambiciones catalanas:
«Castilla no puede ser la Cenicienta. No puede quedar para recibir las migajas (), puede dar la pauta de un regionalismo típico por su sentido nacional hondísimo (). La serenidad castellana podrá dar norma y ejemplo en muchos aspectos y constituir una región ejemplar y fuerte dentro de la unidad hispana», señalaba Gil Robles, que de inmediato convocó una reunión de diputados castellanos y leoneses de su grupo para acelerar la redacción del texto, como paso previo para invitar al resto de representantes políticos de Castilla y León. Como resultado de aquella reunión se formó una ponencia para tratar el Estatuto, formada por José María Cid, Abilio Calderón, Nicasio Velayos, José María Álvarez Robles y Daniel Cortés.
Castilla españolista
Recogiendo la herencia de aquel «regionalismo sano» de 1918, la propuesta de Gil Robles y compañía remarcaba el carácter «españolista» de Castilla, exigía las mismas demandas de autogobierno que Cataluña, proponía acrecentar las obras públicas y proteger la agricultura. El diario Informaciones, en su editorial del día 22, resumía perfectamente la motivación defensiva de dicho impulso autonómico: sin dejar de posicionarse en contra de una dinámica autonómica que terminaría por configurar una «España babélica» con «un aspecto de pueblo en formación», retrotrayendo el país a los últimos años de la Edad Media, entendía que el Estatuto de Castilla constituía una adecuada arma defensiva frente a las pretensiones separatistas de catalanes, vascos y gallegos.
También el conservador César Silió se sirvió de las páginas del periódico católico El Debate para recordar que Castilla era «médula y corazón de España», que no había otro remedio que aceptar la realidad autonómica y que ante el riesgo de que Castilla quedara aislada, «amarrada como una cenicienta al servicio del Estado central, sin ninguna de las ventajas que logre cada organismo autónomo, sin libertad de movimientos» y sumida en «días de servidumbre penosa», era preciso avanzar en la misma senda autonómica que catalanes, gallegos y vascos. Hasta el líder conservador de Palencia, Abilio Calderón, se mostró partidario de esta solución y apostó por organizar Castilla y León como una Mancomunidad de provincias, regidas por un órgano central pero sin parlamento regional, y con un concierto económico similar al de las provincias vascas.
Consecuentemente, la prensa republicana y de izquierdas no tardó en resaltar la contradicción política de José María Gil Robles y demás diputados derechistas, interpretó el impulso autonómico de Castilla como una estrategia de las oligarquías locales para afianzar su poder y se mofó de la iniciativa del líder salmantino compartiendo una viñeta de Bagaria en El Sol, que, titulada «Ambición», representaba a Gil Robles en posición orante y dirigiéndose así al Creador: «Te ruego, Señor Ya que no pude ser amo de España, a ver si puedo serlo de Castilla».
Solo una voz de relieve dentro del centro-derecha de estas tierras, fiel a su trayectoria política, se alzó en contra del Estatuto castellano: era Antonio Royo Villanova, ex director de El Norte, diputado en 1933 y ex ministro de Marina. Fiel a su trayectoria política, Royo no dudó en contradecir a sus colegas de militancia y al mismo periódico que años antes había dirigido arremetiendo por escrito contra la autonomía catalana y contra todo intento de instaurar un régimen autonómico: «Me parece tan absurdo el singularismo castellano como el catolicismo protestante», publicaba en El Norte de Castilla el 24 de mayo de 1936, al tiempo que advertía: «La mayor de las equivocaciones consiste en hacer el juego de catalanistas y vizcaitarras pidiendo el Estatuto para Castilla», pues entendía que los problemas de esta región solo podían resolverse «con un Estado fuerte, un Estado unitario, un Estado nacional». Y por si quedara algún atisbo de duda, aclaraba: «Castilla sobre todo tiene la gloria de haber hecho la unidad nacional. Y no es cosa de que se aliste de comparsa en ese desatinado y heteróclito ejército empeñado en deshacerla».
En un sentido similar, aunque mucho más radical, se pronunció el líder jonsista vallisoletano Onésimo Redondo, que el 27 de mayo de 1936, desde las páginas del católico Diario Regional, tildaba a los partidarios del Estatuto de Castilla y León de «súbditos póstumos del pensamiento de Macià», mientras aseguraba que su estrategia defensiva-autonomista demostraba «un grado alarmante de descomposición ideológica y de abatimiento moral»: «Venir en los días recientes a predicar al alma castellana el conformismo estatutista velado con la capa de la conveniencia y de la táctica, es estrellarse con lo más bueno de nuestro íntimo ser y con lo último que en nuestras altas tierras puede desaparecer: la fe antigua por recuperar heroica y totalmente a la España grande y unida».
Con todo, los esfuerzos a favor de la autonomía regional no cesaron. El 24 de mayo de 1936, el alcalde de Burgos, Luis García Lozano, convocaba en su ciudad una Asamblea para avanzar hacia un Estatuto castellano «apartidista» y contrario al centralismo madrileño, y que agrupara a las 11 provincias que tradicionalmente conformaron Castilla la Vieja y León, las nueve actuales más Logroño y Santander.
La respuesta la publicó en portada El Norte de Castilla el 26 de mayo de 1936, y fue obra, una vez más, de Misael Bañuelos. «El Estatuto de Castilla y León. Sus posibles bases políticas y administrativas» llevaba por título la propuesta, que se abría con una auténtica declaración de principios: «Castilla y León forman una región pobre, austera, demócrata de buena ley, no de farsa; tolerante, justa, trabajadora, altiva, digna, española e imperial. Su Estatuto autonómico debe ser todo eso y nada más», comenzaban.
Como han resaltado especialistas de la talla de Jesús María Palomares, Celso Almuiña o Enrique Orduña, las Bases presentaban una región formada por las once provincias tradicionales, articulada a través de las viejas Diputaciones Provinciales, convertidas ahora en Consejos, y constituida como autonomía «para defender a España y su imperio espiritual». Proponían una Asamblea de Consejos, cuyas reuniones, celebradas en primavera y otoño, constituirían el poder legislativo regional, y un Consejo Supremo de Castilla y León, con los representantes de cada una de las provincias, como poder ejecutivo: «El Consejo Supremo de Castilla y León residirá en una ciudad del centro de la región, capital de provincia o no, y en lugar que sea de fácil acceso para todos los habitantes de la región».
Salva la provincia
La propuesta, fiel a la tradición y singularidad de estas tierras, salvaguardaba la provincia según los límites territoriales existentes en ese momento, e insistía en que la nueva entidad autonómica de Castilla y León gozaría de los mismos privilegios que Cataluña y dispondría de competencias transferidas por el poder central, incluidas las de orden público. La elección de consejeros provinciales se realizaría por circunscripciones de 25.000 habitantes, lo que eliminaba el sistema de partidos judiciales. Finalmente, cada provincia era libre de administrar sus propios ingresos conforme al acuerdo que alcanzara con el «Poder Central», salvo «el diez o veinte por ciento, que se podrá, por acuerdo de la Asamblea de los Consejos de Castilla, destinar a obras comunes».
El objetivo último no era otro que convertir Castilla y León en modelo de lealtad, solidaridad y funcionamiento democrático, contraponiendo el buen hacer de estas tierras a lo aprobado en el Estatuto de Cataluña:
«Nuestro Estatuto no puede ser dispendioso, como el catalán, porque ello sería un delito administrativo. No puede ser centralista, porque sustituir Madrid por Valladolid, Burgos o Patencia, no reportaría ventajas grandes a las otras capitales de provincia. De este modo las reporta inmensas a cada capital de provincia y a cada ciudad, dentro de la provincia. Es democrático, porque no aplasta la ciudad al campo, como sucede en Cataluña, y cada rincón provinciano tendrá su portavoz en los Consejos de Castilla y León (). Nuestra región volverá a dar lecciones de conducta y administración honrada, como se la dio a los reyes castellanos de su tiempo. Constituyendo bloque en el Parlamento de la nación, pesará decisivamente, con sus hermanas de la meseta ibérica, en la marcha de España».
La propuesta de Bañuelos concitó las alabanzas de quienes desde 1932 venían trabajando a favor de la autonomía castellana y leonesa. Así hizo por ejemplo el Diario Palentino, interpretando las bases estatutarias como un buen intrumento para «defendernos del privilegio que se concede a las demás regiones», lograr una igualdad de trato económico y «laborar por los grandes ideales del genio castellano: universalidad, imperialismo espiritual, unidad de la gran familia española».
Sin embargo, el alzamiento militar de julio de 1936, que provocó la guerra civil, terminó por dar al traste con todo este esfuerzo, pues el estado de exaltación nacionalista que provocó el golpe de Estado acabó con aquellos afanes autonomistas existentes en Castilla y León. Es más, muchos de quienes se habían significado en este sentido no tardaron en alabar la decisión del Nuevo Estado franquista de suspender los Estatutos de autonomía, acabar con los conciertos económicos de Guipúzcoa y Vizcaya e imponer un centralismo autoritario.
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