Conmoción e impotencia
DIEGO CARCEDO
Sábado, 14 de noviembre 2015, 14:05
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DIEGO CARCEDO
Sábado, 14 de noviembre 2015, 14:05
Los atentados de París no por menos temidos han dejado de conmocionar a todos los ciudadanos de bien sea cual sea su etnia, nacionalidad, cultura o religión. El fanatismo islamista, que a estas alturas tiene poco que ver con la fe musulmana de la inmensa ... mayor parte de sus creyentes, ha vuelto a golpear a las conciencias y a estremecer los ánimos de muchos, muchos millones de personas. No hay palabras para describir la angustia colectiva, más allá de la pérdida de tantas vidas y el drama de tantas familias mutiladas, que la noticia ha creado.
Es el tercer atentado de gravedad máxima -y conste que ninguno es menos repulsivo por pequeño que sea- que los terroristas del Daesh, camuflados en muchos casos bajo la hospitalidad de los pueblos libres, cometen en una capital importante europea. Lo han intentado en varias pero en algunas no lo han conseguido. Después de la masacre del 11-S de Nueva York, fueron Madrid, Londres y ahora París, los objetivos sanguinarios de la Yihad, una organización siniestra para la que no existen fronteras, ni se limita sólo a Ocidente. Bali, Mombasa, Casablanca, Nairobi, etcétera, un etcétera ya muy largo, son otros ejemplos. París, que hoy está presente en el dolor de todos, ya sufrió otros zarpazos de esta naturaleza irracional.
La conmoción general se vuelve aún más angustiosa cuando en algún momento en que la mente se libra del aturdimiento en que estamos sumidos e intenta sumergirse no ya sobre las razones de semejante barbarie que sólo el odio y la locura sectaria explican, sino en la defensa propia, en qué se puede hacer para impedir que hechos así se repitan y nos alcancen y la conclusión es preocupante. Los gobernantes de muchos países -como hizo el presidente Rajoy- han reafirmado su intención y su voluntad de conseguirlo.
Y hay que confiar que algún día se consiga. Las disposiciones ya adoptadas y la profesionalidad de las fuerzas que vigilan por la seguridad, consta que han evitado muchos planes e intentos, han detenido a bastantes terroristas cogidos con las manos en los explosivos y mantienen bajo control a muchos sospechosos. Pero en estos momentos la tranquilidad imprescindible que las autoridades reclaman se empaña con un sentimiento amplio de impotencia. Es inevitable concluir, aunque sólo sea por un instante, que esto no hay quien lo pare.
Los terroristas, todos, matan a traición. Pero el terrorismo yihadista además no pone límites a sus víctimas potenciales. Con ellos las previsiones sobre amenazas se vuelven infinitas. Lo mismo les sirven aviones repletos de pasajeros, trenes ocupados por centenares de trabajadores, viñetistas que con su humor nos vuelven la existencia más llevadera, playas donde centenares de bañistas se refrescan que un centro de ocio, una calle concurrida o un colegio de niñas, susceptibles de ser secuestradas.
Esta impotencia, que conforme pasan las horas acentúa más nuestra conmoción, es el principal objetivo de los asesinos. Una sensación que tendremos que autovencer sin cruzarnos de brazos. Los atentados que ya son historia muestran una secuencia y un aumento en el sadismo que no ayuda a pensar que pueden ser los últimos. Los yihadistas son alimañas, que no dudan en sacrificar sus vidas con tal de llevarse por delante las de otros, y no aceptan razones. Se impone evitar que anden sueltos.
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